Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del IV Domingo del Tiempo Ordinario
El evangelio de este domingo (Lc 4, 21-30) continúa el del domingo pasado. Después de que Jesús se identificara como el profeta anunciado por Isaías, surgió el escándalo en sus paisanos. ¿Por qué? Jesús me ha visto llegar y me ha esperado en la puerta de la cafetería…
– ¿También tú te has escandalizado de mí? -me ha dicho intuyendo mis preguntas-.
– ¡Buen domingo, amigo! No estoy escandalizado, sino irritado con tus paisanos -le he respondido al entrar. El camarero nos ha visto y ha preguntado: ¿lo de siempre?, mientras señalaba una mesa vacía-.
– No te ensañes con la gente de mi pueblo -ha suspirado cuando nos hemos acomodado-. Reaccionaron como vosotros, cuando el Padre no se inclina ante vuestros deseos.
– Pero no era para que intentaran despeñarte y apedrearte, por haberles dicho que en ti se cumplían las palabras del profeta -he replicado-.
– Lee con atención lo que escribió el evangelista -ha continuado tomando un sorbo del café que había traído el camarero-. Primero expresaron su admiración y aprobaron lo que dije, pero exigían un signo que me acreditase como profeta, porque para ellos seguía siendo el “hijo del carpintero”. Y aquí empezó el escándalo. Yo traté de decirles que las condiciones no podían ponerlas ellos, sino el Padre: Él muestra quién es profeta, Él salva, pero sólo a quien le acoge con fe y sabe aguardar en silencio. Entonces, les refresqué la memoria con lo que ocurrió en Sarepta, que era territorio de Sidón, entre aquella viuda pobre y el profeta Elías, y con la curación de Naamán, el sirio, en tiempos del profeta Eliseo; no fueron las viudas ni los leprosos de Israel los beneficiados, sino unos extranjeros, unos paganos, porque los de Israel no estaban dispuestos a escuchar a sus profetas.
– Y los de Nazaret entendieron que no habría curaciones ni te acreditarías como ellos deseaban -he añadido con un ceño de complicidad-. Ahora entiendo que quisieran despeñarte: estaban furiosos porque no querías ser el curandero que esperaban, y al afirmar que las palabras del profeta se cumplían en ti sin acreditarte con las curaciones que exigían, se sintieron “obligados” a condenarte y lapidarte fuera del pueblo, como hacían con los blasfemos.
– Pero no pases por alto dos detalles, que son de importancia -ha continuado levantando la mano con la taza-. El primero es que no hubo lapidación, porque aún no había llegado “mi hora”, esa “hora” de la que hablé con mi madre cuando las bodas de Caná y cuyo momento fue decidido por mi Padre en su amorosa providencia para con vosotros. ¿Recuerdas que, cuando envié a los Doce, les dije: «¿No se venden dos pajarillos por un as? Y ninguno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. Vosotros valéis más que muchos pajarillos». Para creer hay que tener confianza en el Padre. Creer es acoger sus tiempos y sus ritmos con sencillez, confiando más en Él que en vosotros.
– ¿Y el otro detalle? -le he recordado con impaciencia-. – Que la tentación de doblegar la voluntad del Padre no se ha extinguido. No condenes a los de Nazaret por haber querido lapidarme, pues con demasiada frecuencia hacéis lo mismo entre vosotros, cuando alguien o algo no se ajusta al baremo que vosotros, no el Padre, habéis dispuesto. Por eso os enseñé a rezar: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».
– Y no nos dejes caer en la tentación. Amén -he concluido al pedir la cuenta, pero Jesús se me había adelantado-.