La vida, también la eclesial, te da agradables sorpresas, aunque sean, aparentemente, tan sencillas como la siguiente.
“Si la Iglesia tiene que actuar como conciencia crítica de la sociedad, no espere que le falten críticas y disentimientos, ni piense que todo es fruto de una conjura organizada. Si la presencia es pública, también lo será la contestación. Ni cabe caer en la autoflagelación y la actitud defensiva en todo momento, que nacen con frecuencia de la susceptibilidad y la sospecha”.[1]
La sorpresa en este caso, aunque mejor la llamaría ‘alegría’, me viene porque el autor de este texto tiene 87 años bien cumplidos. Es cardenal. Fue arzobispo de Sevilla durante 27 años: Carlos Amigo, jubilado activo y, como se deduce de este texto, plenamente lúcido. Desde mi opinión, mucho más lúcido que ‘eclesiásticos’ más jóvenes. Y que me perdonen.
La Iglesia está oficialmente, y ojalá que realmente, en una etapa de renovación y de conversión confrontada con la sinodalidad, una de sus características esenciales. Una, santa, católica, apostólica y… sinodal.
Pero no habla de esto Carlos Amigo. Habla de la relación de la Iglesia con el mundo. De las reacciones de la Iglesia ante el mundo en el que vive y que opina sobre ella. Lo hace pensando, sobre todo, en la Iglesia española. Todos Incluidos, no solo obispos, curas, religiosos y religiosas. Gracias a Dios, hay muchos laicos conscientemente cristianos y con opiniones diversas. En los que también están presentes la coherencia y la incoherencia de vida y de pensamiento evangélicos.
Tengo la impresión de que, entre nosotros, ha habido tiempos mejores en los que la Iglesia escuchaba y miraba al mundo con más empatía y serenidad. Tiempos también mejores en los que el mundo esperaba o respetaba más a la Iglesia, censuraba sus faltas y debilidades, pero reconocía sus aportaciones a la sociedad. Quizás hemos hecho en la Iglesia algo muy mal y, a la vez, se ha resucitado en una sociedad más democrática un anticlericalismo ya pasado de moda.
Pero, aun en medio de un mundo hostil (no es nuestro caso) y en un mundo ideológicamente plural, los cristianos no podemos olvidar el consejo del libro más antiguo del Nuevo Testamento: “Mirad que nadie devuelva a otro mal por mal… Examinarlo todo; quedaos con lo bueno” (1 Tes 5,15.21). Un buen criterio, sin duda, para vivir en medio del mundo y poder llevarle la persona y el menaje de Jesús. Criterio válido, además, para toda persona humana.
Examinemos ya el texto que nos ocupa. Una parte de la misión de la Iglesia es ‘ser conciencia crítica de la sociedad’, señalar lo negativo de la sociedad. Crítica no es sinónimo de censura y de reproche al mundo, sino propuesta, desde la fe, de mejora y de cambio positivo. Sin imposiciones imposibles. Sin juicios morales condenatorios de quien no acepte su ‘doctrina’. Cuanto más limpia sea la Iglesia, su crítica será más constructiva y más digna de respeto. Es la coherencia eclesial, primera consecuencia de su ser y de la misión recibida.
La presencia de la Iglesia en el mundo es pública y, por tanto, también su intervención crítica. Por tanto, “no espere que le falten críticas y disentimientos”, u oposición frontal. Esto es así. Normal. Real. Aceptarlo es la actitud correcta y adulta. “Ni piense que todo es fruto de una conjura organizada”. Riesgo en el que podemos caer los cristianos, y muchos caen: atribuir esa oposición legítima y ‘pública’, siempre que sea educada y correcta, a un plan establecido contra la Iglesia buscando su desvalorización social. Y aprovechando sus contradicciones o incoherencias.
La aceptación correcta y adulta evita dos extremos. Por una parte, la autoflagelación. Toda la culpa la tenemos nosotros: la Iglesia como institución y cada católico por nuestra falta de testimonio. Esto es parte de la verdad, pero no toda la verdad. Examinar nuestra actuación, discernir sus causas y convertirnos, sí. Autoflagelarnos, no. Toda la responsabilidad no la tiene la Iglesia. Pero sí una buena parte. Desde la ‘autoridad’ más visible y mediática hasta el cristiano que camina y vive a pie de calle.
El otro extremo a evitar: “la actitud defensiva en todo momento”. Todo se debe a la mala voluntad de los que nos critican siempre hagamos lo que hagamos. Son ellos los que deben cambiar y juzgarnos objetivamente, no como enemigo a batir. Añadiendo que también nosotros debemos apreciar y valorar lo mucho bueno que hay fuera de la Iglesia.
El ataque sistemático, por decirlo de alguna manera, y la defensa, también sistemática, “nacen con frecuencia de la susceptibilidad y la sospecha” por ambas partes. Todos, la Iglesia y sus miembros, las otras instituciones sociales y sus miembros, estamos al servicio del bien común. Solo contribuimos todos al bien común cuando huimos de la susceptibilidad y sospecha sobre los otros. Y cuando todos adoptamos la sana autocrítica, la acogida de todo lo bueno que nos rodea y la crítica constructiva de lo que no hacemos bien unos y otros.
Mi sorpresa y mi alegría nacieron en mí al descubrir cómo se puede decir tanto y tan bien en un texto tan corto. Menos de cuatro líneas. Sorpresa y alegría que continuaron cuando nos presenta actitudes para una relación adulta y serena entre la Iglesia y el mundo, el mundo y la Iglesia. Para la próxima semana.
[1] Carlos Amigo. Juntos hacia el futuro. Rev. Vida Nueva. N° 3254. 15-21 enero 2022. Pág. 6.