Flash sobre el Evangelio del Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
El domingo pasado, Jesús cerró la tertulia recordando lo del apóstol Santiago, que “la verdadera religión es visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo”; en el evangelio de hoy (Mc 7, 31-37) Jesús ha anunciado, en tierra de paganos (Tiro, Sidón, la Decápolis) despreciada por los que se consideraban justos, que el Reino de Dios está llegando; me parece que tenemos el germen de una nueva diatriba. Todo esto rondaba mi cabeza, cuando la voz de Jesús ha llegado a mis oídos:
– Otra vez vienes preocupado. ¿Qué no ves claro, de lo que hoy os ha dicho el cura? -ha soltado cuando ponía los pies en la puerta de la cafetería-.
– Lo que no veo claro es tu empeño por hacer lo que molestaba a los jefes, no lo que ha dicho el cura – he respondido, mientras pedía la consumición y nos acomodábamos-.¿Por qué curaste al sordomudo y a la hija de la mujer sirofenicia en territorio pagano? ¿No habías dicho que sólo habías sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel?
– Estás siempre con la escopeta cargada -me ha respondido riendo y complacido-. Ya veo que recuerdas bien lo que dicen los cuatro evangelistas. Sí -ha añadido con paciencia-. Ese fue el encargo inicial; pero, cuando los invitados no quieren acudir a la boda, hay que llenar la sala del banquete con los que atienden a la invitación, sean de donde sean. Y, además, una fe tan grande como la de los que me presentaron al sordomudo, o la de la madre sirofenicia, o la del
militar romano, que me pidió la curación de su criado, no siempre la encontré en Israel.
– Ya veo que lo que a ti te puede es la sinceridad -he concluido mientras degustaba mi café-.
– La sinceridad del corazón y la pasión que siento por señalar cuál es el camino de la vida. No olvides lo que dije a mi apóstol Tomás, que andaba un poco despistado: “yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no por mí” -ha afirmado con rotundidad, dando un buen sorbo a su café. Mira, me trajeron a un pobre sordomudo. Era incapaz de una vida autónoma: no podía oír ni comunicarse; era un símbolo perfecto de todo el que carece de libertad interior: está atado. Es como el sordomudo: incapaz de escuchar un buen consejo y mucho menos de decir una palabra de ayuda, aunque quiera hacerlo. Carece de libertad, aunque la desee con toda su alma -ha concluido apurando su café-
El tema se ha puesto interesante y he intentado pedir más café para seguir hablado, pero Jesús me ha hecho un gesto indicando que el tiempo se está agotando y otro día podemos volver a hablar sobre esto.
– ¿No dice vuestro refranero que “hay más días que longanizas”? -ha cortado-. Sólo añadiré una reflexión para que la vayas rumiando: la gente habla mucho de libertad, pero casi siempre la entiende como poder hacer “lo que le apetece” o “lo que le viene en gana”. La libertad que se necesita es otra: la capacidad de hacer lo que es bueno y lo que es responsable, aunque me cueste; la capacidad de amar al que me necesita cuando resulta más cómodo desentenderme de él… Por decirlo con palabras de mi apóstol Pablo: la capacidad de “hacerse esclavos unos de otros por amor”. Esto quise dar a entender curando al sordomudo. Piénsalo.
– No me extraña que aquellos paganos, asombrados dijeran: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”, aunque tú les dijiste que fueran discretos y no contasen lo que había ocurrido. Hemos de hablar de esa manía tuya de imponerles silencio.
– Otro día será -concluyó pagando y despidiéndose-.