Hace 850 años, el rey Alfonso II de Aragón, hijo de la reina Petronila, presidió el traslado de los restos de san Ramón al sepulcro en el que hoy descansa un obispo cuya figura, legado y valores resultan muy actuales. De origen francés, tuvo una vida intensa, consagrada a su vocación pastoral y ejemplo de «fe inquebrantable, de espíritu conciliador y dialogante y de amor al prójimo». Así lo subraya la subdirectora del Museo Diocesano, María Puértolas, en un artículo sobre el segundo obispo de Barbastro-Roda, hombre de origen noble y exquisita formación, que «encauzó todos los conflictos a los que se vio sometido con las diócesis vecinas -Huesca y Urgel- por la vía del derecho y, aunque no consiguió muchas veces el objetivo por el que luchaba, siempre utilizó el camino de la razón y jamás utilizó la violencia».
San Ramón, escribió el obispo Damián Iguacen, «era la imagen del Buen Pastor. Gobernó con solicitud, ilustró a la diócesis con sus visitas, apacentó con diligencia las ovejas del Señor, distribuyó sus bienes a los indigentes. Lo que estaba en desorden lo corrigió; lo que estaba ordenado lo perfeccionó. Visitó todas las iglesias, consoló a las ovejas e iluminó con las palabras su predicación». Prueba de esa dedicación pastoral, añade, son las numerosas iglesias que consagró, algo que no era muy frecuente en «aquella época de luchas y afanes conquistadores».
Luchas y afanes que hubo de soportar en un episcopado amenazado por las tensiones políticas que explotaron en su expulsión de la sede de Barbastro, instada por el obispo de Huesca y permitida por Alfonso el Batallador. La injusticia se recuerda cada año en esta localidad con las hogueras que, dice la tradición, alumbraron en 1116 el destierro del santo, entre lágrimas, hasta Roda de Isábena.
El rey no tardó en reconocer su error y tras la reconciliación pediría a san Ramón que le acompañara en la expedición a Andalucía «pues era tal tu valía que él fió en tu protección», recoge un canto popular. A su regreso, el obispo moriría en Huesca, el 21 de junio de 1126 y enterrado, poco después, en Roda. Diez años más tarde, el rey Ramiro II lo llama santo en una escritura de donación. El papa Inocencio II, que conoció la biografía escrita por Helías hacia 1138, reconoce la santidad del obispo Ramón.
El culto y la noticia de sus milagros se extendieron rápidamente por la diócesis; numerosos peregrinos visitaban su tumba y se imponía la necesidad de un enterramiento digno. Así, el 27 de diciembre de 1170, una comitiva real, presidida por D. Alfonso II de Aragón, hijo de Petronila, acompañó el traslado de sus restos. Con gran afluencia de público, estos se depositaron en un sarcófago monolítico en piedra tallada y policromada, labrado para tan solemne ocasión, y hoy altar de la cripta. «Fue una auténtica apoteosis, una canonización popular y clamorosa», evocó mons. Iguacen.