Flash sobre el Evangelio del III Domingo de Pascua
El evangelio de este domingo (Lc 24, 35-48) relata lo que pasó cuando llegaron los dos discípulos desertores, que se habían ido a Emaús, y contaron a los demás lo que les había acontecido en el camino. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de todos ellos y…
– Me hubiera gustado ver las caras de tus discípulos-he soltado a modo de saludo-. Lucas escribe que, al verte, quedaron atemorizados y creían ver un fantasma.
– Sí; aún seguían siendo tardos de corazón para creer lo que habían dicho los profetas. Por eso, salí a su encuentro, para convencerles de que era yo en persona y no un fantasma.
– ¡Cuánta paciencia derrochaste con aquella panda de descreídos, duros de mollera!
– No te pases-me ha dicho al tiempo que me alcanzaba el café que el camarero había dejado en la mesa-. Con el silencio del Padre durante mi pasión, habían sufrido un revolcón difícil de superar. Pero tampoco vosotros estáis mejor dispuestos. ¿Cuántas veces Francisco, mi Vicario, os ha recordado que los pobres existen, y cuántos de vosotros aún no se han enterado?
– Perdona-he respondido compungido-, tienes razón; con facilidad vemos la mota en el ojo ajeno y no nos percatamos de la viga que nubla nuestra mirada…
– Así es, pero tengamos la fiesta en paz. Ya era hora de que entendieran que el Padre escribe recto con renglones torcidos, como dice vuestro refranero. Ellos debían experimentar mi presencia para creer en mí; no bastó el testimonio de otros, aunque les preparó el ánimo. Necesitaban encontrarse personalmente conmigo y palparme para darse cuenta de que mi nueva forma de vivir era un hecho real y no una ilusión. Vosotros también necesitáis ese encuentro tú a tú, que despiertan los testigos, pero tiene lugar en el silencio de la contemplación y con la guía del Espíritu, aunque os cuesta tanto hacer silencio…
– Y que lo digas-he añadido dando un sorbo al café-. Cada día es más difícil recogerse y entrar en uno mismo…
– Bueno, no nos salgamos del evangelio de hoy. Hay otra cosa de la que quiero que hablemos: del profundo cambio que supone mi resurrección. Vosotros pensáis, casi sin daros cuenta, que mi resurrección fue volver a vivir, como si mi cadáver hubiese sido reanimado, al igual que el de la hija de Jairo, el del joven de Naín o el de mi amigo Lázaro…
– ¿Y no fue así?
– Pues no. Mi resurrección consistió en que mi humanidad, todo lo que me hace ser verdadero hombre, fue asumido plenamente en la vida divina. Por eso, todos ellos murieron y yo no volveré a morir por más que alguno se empeñe; por eso, sigo teniendo carne y huesos y, sin embargo, no sigo atado a las leyes de la física y del espacio. Mi humanidad vive en Dios como vosotros también viviréis en Dios. Mi apóstol Pablo lo entendió perfectamente cuando les escribió a los cristianos de Corinto, reacios a aceptar mi resurrección, que lo que brotó de la semilla corruptible y débil del cuerpo fue un cuerpo espiritual, fortalecido por Dios e incorruptible. No fue volver a esta vida, sino pasar a “otra” vida. Y lo mismo ocurrirá con vosotros.
– Esto sí que es interesante y explica muchas cosas, como el que te presentases en medio de tus discípulos con las puertas cerradas…
– Y el que camináis hacia unos “nuevos” cielos y una “nueva” tierra-ha concluido llamando al camarero y recogiendo sus cosas para irse-.