Persona y familia versus disgregación: relaciones humanas

Admin
16 de agosto de 2017

El gran peligro que ha traído la modernidad es la disociación. Esta disociación —fruto de la dogmatización de la autonomía radical del hombre— se aprecia en la familia y en los conceptos de naturaleza y persona. La familia se reduce a modelos de vida familiar que sólo cobran sentido en los contextos determinados. La naturaleza se disgrega en sentidos distintos: no es lo mismo la naturaleza para el físico, que para el ecologista. La persona se reduce al objeto de la biología o de la psicología. Por tanto, toda aproximación a la familia en esta situación se reduce a antropología cultural.

Sin embargo, la relación entre naturaleza y persona es tradicional y actual a la vez, porque elimina los reduccionismos.  Afirmar que existe la “naturaleza de la persona” permite englobar todos los dinamismos propios del ser humano: lenguaje, relación, intimidad… Al mismo tiempo, evidencia que sólo es posible interpretar el comportamiento de cada ser humano, haciendo referencia a su naturaleza, que muestra lo que realmente es bueno o pertinente para él y, por tanto, lo malo y lo que le perjudica.

Si podemos decir que la persona humana no se realiza en la violencia, ni el desorden afectivo o que existen unos derechos humanos, es porque existe una verdad de fondo en el hombre: la naturaleza de la persona humana.

Dentro de esta naturaleza originaria se comprende que la dignidad no sólo se realiza en lo espiritual, sino también en lo corporal. Lo corporal constituye una forma determinada de comparecer ante el mundo y ante las demás personas. Lo corporal, íntimamente unido a lo espiritual en tanto que forma una unidad sustancial, es la forma de mostrar que los seres humanos son persona. De aquí podemos deducir que las sociedades animales no son el modelo adecuado para dar cuenta de las relaciones humanas.

¿Qué puede reflejar certeramente el carácter genuino de las relaciones humanas? La familia, el vínculo familiar. Se trata de una institución, no de una realidad instintiva, donde se pone en juego la verdad de la persona. En la historia familiar de cada uno, con su cuerpo y con su espíritu, se expresan las relaciones humanas más profundas y se descubre la verdad de la persona humana.

En el matrimonio —vínculo fundante de la realidad familiar— el varón y la mujer ejercitan el compromiso radical de su libertad y, en él, el ejercicio de la sexualidad adquiere su sentido. El matrimonio, fiel a la naturaleza, lejos de minusvalorar la sexualidad, hace de ella una expresión de la fecundidad del amor plenamente personal y responsable, del amor-donación. Puede constatarse que la entrega natural —cuerpo— y la espiritual —libertad humana— no se oponen: el matrimonio armoniza las distintas dimensiones de la persona. El matrimonio constituye la expresión de la unidad personal frente a los intentos de disgregación de corrientes actuales de pensamiento como el desarrollado por la ideología de género.

Además, ser padre, ser hijo, ser madre o ser hija no son simplemente funciones de regulación social creadas por las distintas sociedades, sino que constituyen una dimensión de nuestro ser. Y desde esta expresión brota la cultura y no al revés. Decir que ser padre o hija son roles sociales es reducir la humanidad —en el sentido de ternura y compasión— a la frialdad de lo arbitrario y utilitarista.

Podemos decir que la familia muestra la verdad de la sociedad, porque en ella se aprecia, de un modo eminente, que el bien de las personas —y por tanto de las comunidades— es lo único que permite justificar lo social como constitutivo del ser humano. En primer lugar, enseña que el primer bien del ser humano es ser engendrado y educado. En segundo lugar, que, gracias a ella, las personas podrán insertarse en un marco social y fundar una nueva familia. Por último, muestra que el bien de la humanidad es frágil y valioso: el prójimo es un hermano o una hermana, un padre o una madre, pero siempre un ser único e irremplazable que se debe respetar y amar.

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