A veces, o no tan a veces, cuando alguien nos confía sus dificultades o sus dolencias, le respondemos contándole las nuestras que, evidentemente, siempre “son mayores”. Se rompe así la empatía, la escucha, la comprensión. Y el otro se queda ‘con al cuerpo’, peor que antes. Se manifiesta que el ‘yo’ es más importante que el ‘tú’ y el ‘nosotros’.
Actualmente, somos víctimas de un mal que lo invade todo: salud, fe, relaciones humanas, servidores de la salud, economía, trabajo, paro, política, disfrute… Y han aparecido con fuerza la solidaridad y el egoísmo entre nosotros. Preocupados, incluso obsesionados por esta situación, nos olvidamos de otros seres humanos, hermanos, que viven víctimas de injusticia permanente que no tiene, ni se espera, vacuna ni medicina materiales. Incluso estamos convencidos de que es nuestra única obligación preocuparnos de nosotros mismos y que estamos liberados de colaborar con el acompañamiento o en la solución de los problemas de los demás. Y ‘que cada palo aguante su vela’.
Podemos recordar tres realidades que claman al cielo: enfermedades endémicas como el ébola, el dengue, el mal de chagas y enfermedades no graves que matan porque los enfermos no tienen acceso a las medicinas. La segunda son los emigrantes que huyen del hambre; y los refugiados que huyen de la guerra o de la persecución como víctimas inocentes. Y la tercera, el hambre en el mundo, el hambre que mata millones de personas, sobre todo, niños y niñas.
El próximo viernes, 12 de febrero, celebramos el Día del Ayuno Voluntario, y el domingo 14, la colecta contra el hambre en el mundo. Ambas celebraciones creadas y potenciadas por MANOS UNIDAS, organización de la Iglesia Católica en España para la lucha contra el hambre.
En medio de tantas precauciones necesarias y obligatorias de cuidarnos y cuidar a los demás para evitar los contagios de la pandemia, la campaña de Manos Unidas nos pide “contagiar la solidaridad para acabar con el hambre”.
No contagiarnos del virus y contagiarnos de solidaridad. ¿Dos opciones incompatibles: la una o la otra? No. Necesitamos las dos. Procurar el no contagio sin miedo, sin obsesión, no ocultando el afecto que ‘puede contaminarnos’ ¡¡¡!!!. Pero sí contagiarnos de solidaridad ‘con avaricia’ -la única avaricia que sana-. Esa es la vacuna gratuita que todos podemos colocarnos sin ninguna preocupación y que es, además, contagiosa.
Esta solidaridad nos lleva a pensar profundamente en que “el hambre es la hija natural de la injusticia, una injusticia que los países ricos pueden evitar. Pero digámoslo claramente: No quieren” (Pedro Arrupe).[1] Nosotros, hijos de esos países enriquecidos, colaboramos con esa injusticia aprovechándonos de nuestra situación y olvidándonos de los que también sufren. O, tomando conciencia de la situación, comenzamos a actuar sencilla y humildemente.
Con el compartir. La toma de conciencia convierte la solidaridad en compartir como una de sus acciones no menores. El compartir exige la renuncia personal y familiar a muchas cosas no necesarias y que nos parecían imprescindibles.
Compartir no nos hace más pobres, ni nos priva de lo verdaderamente necesario. Al compartir constatamos que nuestra situación sigue igual, pero nos hace un poco más felices. Si, con lo que he compartido, mi vida económica sigue igual, descubro que puedo compartir más. Es una deducción posible y auténtica. Irá creciendo mi compartir al experimentar que no soy más pobre por ello, pero sí más sensible y feliz. Llegaré a compartir lo que ahora me parece imposible. A compartir se aprende compartiendo.
Y siempre hay alguien más pobre y más necesitado que yo y mi familia. Estamos hablando de compartir dinero, claro. Cuando no cuesta compartir dinero, que es lo más fácil, nos estamos diciendo que a nuestra solidaridad le falta no poco. Y olvidamos que ‘ser cristiano cuesta dinero’, el dinero que se comparte.
Y el niño de la foto te lo agradecerá. ¿Quieres más?
[1] Citado por Pedro M. Lamet en El último secreto de Pedro Arrupe. Religión Digital. 5 febrero 21