Los avances de la inteligencia artificial nos han llevado a unas situaciones insospechadas no ya hace décadas, sino simplemente algunos años. La biotecnología, la ingeniería, o la robótica han permitido logros de importancia en favor de la vida, la atención a las personas con dificultades, las comunicaciones y una multitud de campos. Sin embargo, dependiendo del uso que se haya de ella, puede causar efectos negativos que pueden incluso llegar a vulnerar la dignidad humana. Tengamos en cuenta que del manejo que se haga de este tipo de inteligencia pueden surgir nuevas esclavitudes, nuevos excluidos o descartados, pero incluso facilitar que se nos presente la tentación de ser como dioses. En este sentido, el transhumanismo propone directamente alcanzar la inmortalidad del hombre. La confianza en la ciencia es tal, que consideran que antes o después habrá soluciones para cualquier enfermedad del hombre. Mientras tanto, bastará con crionizar a las personas para revivirlos cuando se pueda curar el mal que les llevó a esa situación.
Por su parte, el posthumanismo parte de que el ser humano es imperfecto, está lleno de debilidades, y debe escapar de sí mismo. Propone como solución que el ser humano se aproxime a las máquinas o, mejor aún, se fusione con ellas. La aspiración es que el ser humano vaya desapareciendo para dejar espacio al ciborg, es decir, el híbrido persona-máquina.
Sin ir tan lejos, cuestiones más familiares como la clonación, el aborto, o la eutanasia (recordemos que España y Portugal acaban de aprobar las leyes que la convierten en un derecho), son ejemplos del resultado al que puede llevar un incorrecto uso de las tecnologías y la ciencia como consecuencia de un planteamiento ético errado.
Estamos, en definitiva, ante un nuevo areópago: tenemos ante nosotros un importante escenario de debate en el que se está decidiendo el futuro de la humanidad. En septiembre del año pasado, el Consejo de Europa aprobó un documento (resolución 2333/2020) titulado Ethics in science and technology: a new culture of public dialogue, en el que advierte que hace falta un debate público serio y fundado sobre estos temas habida cuenta de su importante dimensión ética. Podrían citarse muchos más documentos de organismos internacionales o nacionales que advierten de estas cuestiones. Pero, por ir finalizando, simplemente añadiré que no podemos perder la ocasión de estar al tanto de estas cuestiones y –en la medida en que cada uno pueda- contribuir a que se trace un camino correcto en el avance de las ciencias. Debería evitarse que se acabe pensando que todo lo que se puede hacer debe hacerse, o que ciencia y fe son incompatibles –también aquí son numerosos los pensadores que han contribuido a conciliar ciencia y fe-.
Un sencillo punto de partida al alcance de todos puede ser rezar por este propósito. Así nos lo pedía el Papa Francisco en su intención mensual de noviembre: “Recemos para que el progreso de la robótica y de la inteligencia artificial esté siempre al servicio del ser humano”. Por su parte, tanto la conferencia Episcopal Española –como sus homólogas de otros países-, o la misma COMECE (Comisión de los Episcopados de la Unión Europea) han elaborado guías, directrices, textos y organizado simposios para ofrecer luz sobre este tema. Y no olvidemos que la esperanza siempre ilumina el camino.