LA ENFERMEDAD Y LOS SALMOS
No quería terminar este comentario sobre la Palabra de Dios en la vida del enfermo, sin referirme, aunque sea brevemente, a la ayuda que nos ofrece el libro de los salmos, partiendo de mi propia experiencia personal como enfermo.
El que viva en este momento lamentando las calamidades que ocurren cada día o aquél que se sienta atribulado por sus dolencias o sufrimientos y se acerque a Dios para aliviar sus angustias, se emocionará cuando encuentre en los salmos las expresiones adecuadas a los sentimientos que ahora desahoga delante de Dios.
El Libro de los Hechos de los Apóstoles relata la prisión de Pablo y Silas en Filipos y cuenta con detalle que fueron azotados con varas y que sus pies fueron sujetos en el cepo (Hch. 16, 16-24). Sin embargo, continua el relato, esa misma noche, los dos apóstoles no quedaron desesperados por la tortura o la prisión sino que cantaban himnos a Dios. “De repente, se produjo un terremoto tan fuerte que los mismos cimientos de la cárcel se conmovieron. Al momento quedaron abiertas todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos los presos” (Hch. 16, 25 y ss.)
Al igual que ocurrió con la sacudida de la tierra, idéntica convulsión experimenta quien canta los salmos y siente la paz y la libertad en su corazón; ocurre, en ese momento, como si las cadenas de la angustia y del pesar cayeran estrelladas contra el suelo.
Los salmos hablan de todo aquel que se acoge a ellos con fe. ¿Qué enfermo no ha tenido la tentación de “huir como pájaro al monte” e igualmente refugiado en el Señor ha aceptado con paz su situación? (cf. Sal. 11).
¿Qué hombre sufriente no se emocionará cuando lea “a ti derramo mi lamento, a ti mi angustia expongo”? (cf. Sal 142) o ¿quién no se sentirá consolado al recitar en el salmo 34 que “muchas son las pruebas que le esperan al justo, mas de todas le libra el Señor”? Y cuando en la angustia, el hombre se siente acompañado por Dios en la oración, puede afirmar con el salmista: “Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante; inclina hacia mí su oído el día en que lo invoco. Los lazos de la muerte me aferraban, me rodeaban tristeza y angustia e invoqué el nombre del Señor” (Sal. 114).
Podríamos continuar salmo tras salmo viendo cómo el autor sagrado pone voz a nuestro sentimiento, nos entrega consuelo frente a nuestra angustia y nos muestra el rostro aparentemente escondido de Dios. Muchos santos han vivido esta experiencia. Se dice que San Ignacio rezaba con una devoción tan elevada los salmos, que no cesaba de llorar al recitarlos; hasta el punto que su médico le prohibió llorar porque al recitar las Horas todos los días, sus ojos se estaban dañando.
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