Opinión

Pedro Escartín

Santos en nuestras montañas

27 de enero de 2021

No los encontraréis en el santoral del Calendario Romano, porque Roma queda lejos y el mundo es demasiado grande para prestar atención a todo lo que en él ocurre. Pero los cristianos del Alto Aragón veneramos a algunos que alcanzaron la santidad en estas montañas y podemos situarlos entre nuestros padres en la fe. Por ellos, la noticia de Jesucristo ha llegado a nuestros oídos y tienen un lugar en el santoral de nuestra tierra; es justo que lo tengan también en nuestros corazones.

Por citar sólo a algunos, cabe recordar que entre diciembre y enero nos encomendamos a la intercesión de estos hombres singulares: Úrbez, pastor de ovejas por los montes del Pirineo a principios del siglo VIII y después, pastor de almas en Nocito, al pie de la sierra de Guara; Victorián, el monje de principios del siglo VI, que impulsó la vida monástica en el que llegó a ser el monasterio más floreciente de nuestras montañas, en la ladera sur de la Peña Montañesa; Vicente, el diácono martirizado por transmitir las enseñanzas de su obispo Valero, impedido por la tartamudez; el propio Valero, obispo de Zaragoza y confesor de la fe, que murió en el Somontano de Barbastro, desterrado en Enate, y cuyos restos reposan en la catedral histórica de Roda de Isábena.

Recuerdo un relato muy querido de nuestro obispo Don Damián Iguacen, recientemente fallecido con ciento cuatro años sobre sus espaldas, según el cual, cuando las duras sequías agostaban nuestros campos, los hombres rudos de esta tierra, cubiertos con sus capas de romeros, se ponían a andar y a rezar desde la cueva de San Úrbez, en el valle de Añisclo, donde se venera al santo en una agreste ermita, hacia Albella, en el valle del Ara, donde existe otro lugar de culto bajo su patrocinio, para terminar en el Santuario de Nocito, donde el santo murió después de evangelizar a aquellos pueblos sembrados por los repliegues de montes y valles. Tal era la fe de aquellos romeros que, al llegar a Nocito, después de duras jornadas de camino y oración, siempre llovía. Y, cuando lo decía, se iluminaba la cara de Don Damián como un sello sobre la absoluta credibilidad de su relato.

No es fácil seguir el itinerario que llevó a Victorián desde su Italia natal a la escarpada ladera que esconde la cueva de “la Espelunca”. Era de familia noble y pronto destacó por la honestidad de sus costumbres. Edificó monasterios y cenobios, siguiendo la regla de su maestro y compañero san Benito, para atender corporal y espiritualmente a los peregrinos, pero su fama de santidad le impulsó a huir hacia nuestras montañas, donde aceptó la responsabilidad de dirigir el Monasterio de Asán, que hasta el siglo XIX fue un foco espiritualidad y cultura para nuestra tierra.

Tanto en Úrbez y Victorián como en Vicente y Valero es justo destacar su tarea de sólidos eslabones de esa preciosa cadena que, desde la ascensión del Señor Jesús a los cielos, es la transmisión de la fe. Sus palabras de despedida no admiten duda alguna: «Id y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado». Si nosotros hemos llegado a conocer la Buena Noticia de Jesús ha sido gracias a esa cadena interminable de testigos, hombres y mujeres, que, de boca a oído y con el cariño de quien entrega a sus hijos la mejor herencia, nos han iniciado en la fe. En este tiempo de cultura líquida para la que tan verdadera es una cosa como la contraria, corremos el riesgo de romper esa preciosa cadena y no nos hacemos idea de cuánto lo lamentarán, si esto ocurre, los que vengan después de nosotros.

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