Es la cuarta semana en que aporto mis reflexiones sobre la necesidad humana de soñar. Y, en este mes, me ha sorprendido la cantidad de personas, escritos, acciones… que traen el ‘soñar’ como condición ineludible para transformarnos nosotros mismos y colaborar en el acercamiento a un mundo nuevo. “Soñando un mundo habitable para todos, justo, basado en la igualdad y estabilidad, libertad y dignidad,
donde todas y todos tengan lo suficiente para vivir con dignidad”. [1]
Eso sí: un soñar que no es evadirse de la realidad ni ilusionarnos con que el sueño va a llegar ‘ya’. Tampoco puede soñar quien tiene una visión totalmente pesimista de nuestro mundo. El clásico: ‘no se puede hacer nada’. Un soñar que, eso sí, nos hace tener los pies en la tierra -a pie de calle, de realidad- y nos lleva a poner manos a la obra para que el sueño se vaya acercando más pronto que tarde. Porque los sueños movilizan la esperanza hacia el futuro, pero solo si son activos en el presente, en el hoy.
Francisco es una de esas personas que más está animando a todos a soñar. Rechaza el talante pesimista, sin soñar, sin esperanza, incluso en la Iglesia: “Con qué frecuencia incluso nuestros análisis eclesiales parecen historias sin esperanza. Una lectura desesperada de la realidad no se puede llamar realista. La esperanza da a nuestros análisis lo que nuestra mirada miope es tan a menudo incapaz de percibir” (Francisco. Curia Romana 21 dic 20).
Y nos acaba de invitar a “Levanta la vista en torno, mira» (60,4). Es una invitación a dejar de lado el cansancio y las quejas, a salir de las limitaciones de una perspectiva estrecha, a liberarse de la dictadura del propio yo, siempre inclinado a replegarse sobre sí mismo y sus propias preocupaciones. (Francisco. Homilía 6 enero 21). Y ya antes nos había animado: “Pidamos hoy no perder la capacidad de soñar, la capacidad de abrirse al mañana con confianza, a pesar de las dificultades que pueden surgir. No perder la capacidad de soñar el futuro: cada uno de nosotros. Cada uno: soñar en nuestra familia, en nuestros hijos, en nuestros padres. Ver cómo me gustaría que fuese su vida. Los sacerdotes también: soñar en nuestros fieles, qué queremos para ellos. Soñar como sueñan los jóvenes, que son “descarados” al soñar, y ahí hallan su camino. No perder la capacidad de soñar, porque soñar es abrir las puertas al futuro. Ser fecundos en el futuro”. (Homilía en Santa Marta. 18 diciembre 2018)
Desde la Evangelii gaudium (su primer gran documento) hasta la Fratelli tutti (el último, por el momento), no ha dejado de llamarnos a soñar a todos. Y acaba de publicarse un libro, fruto de las conversaciones con Austen Ivereigh, y que titula “Soñemos juntos”.[2] Nos presentó cuatro grandes sueños sobre la Amazonía: social, cultural, ecológico y eclesial. Y leo que en Fratelli tutti, la palabra sueño aparece 17 veces y soñar, 7.
Soñar, pues, sin pesimismo y sin ilusiones. Despacio, muy despacio, es como se han hecho las grandes transformaciones de justicia y solidaridad en la historia. De modo humano. Desde este punto de vista, los fracasos, las crisis y los errores pueden ser experiencias positivas. Con el paso del tiempo, las pruebas y las fatigas de la vida —vividas en la fe— contribuyen a purificar el corazón, a hacerlo más humilde. No permitamos que los cansancios, las caídas y los fracasos nos empujen hacia el desaliento. Por el contrario, reconociéndolos con humildad, nos deben servir para avanzar. La novedad de nuestros días y la construcción que pretendemos, ha de ser, va a ser, a la medida humana. Ay de los hombres y mujeres que olvidan o ignoran esta máxima ‘a la manera humana’, en su empeño compartido por la equidad y el amor. Les tentará ser dioses que expulsan de su lado a los frágiles.[3]
Termino pidiendo un poco de paciencia a los que leáis este artículo. El texto que voy a proponer lo merece. Recordando que el Evangelio llama Reino de Dios a lo que podemos llamar, sin hacer ningún añadido o recorte sospechoso: ‘el sueño de Dios’. He reducido un poco el texto.
“Para ayudarnos a entender esto, dejémonos asombrar por la bella oración, comúnmente atribuida al beato Oscar Arnulfo Romero, pero que fue pronunciada por primera vez por el Cardenal John Dearden:
De vez en cuando, dar un paso atrás nos ayuda
a tomar una perspectiva mejor.
El Reino no sólo está más allá de nuestros esfuerzos,
sino incluso más allá de nuestra visión.
Durante nuestra vida, sólo realizamos una minúscula parte
de esa magnífica empresa que es la obra de Dios.
Nada de lo que hacemos está acabado,
lo que significa que el Reino está siempre ante nosotros.
Esto es lo que intentamos hacer:
plantamos semillas que un día crecerán;
regamos semillas ya plantadas,
sabiendo que son promesa de futuro.
Sentamos bases que necesitarán un mayor desarrollo.
No podemos hacerlo todo y, al darnos cuenta de ello, sentimos una cierta liberación.
Ella nos capacita a hacer algo, y a hacerlo muy bien.
Puede que sea incompleto, pero es un principio,
un paso en el camino,
una ocasión para que entre la gracia del Señor y haga el resto.
Es posible que no veamos nunca los resultados finales,
pero esa es la diferencia entre el jefe de obras y el albañil.
Somos albañiles, no jefes de obra, ministros, no el Mesías.
Somos profetas de un futuro que no es nuestro.
(Francisco. A la Curia Romana. 21 dic 2015)
Dios ha puesto su sueño en nuestras manos. Trabajarlo es ir aprendiendo a ser hermanos. Esa es nuestra misión, nuestra tarea, nuestra responsabilidad.
[1] Nicolás Castellanos (Obispo emérito de Palencia y misionero en Santa Cruz – Bolivia): «Buenos días 2021». Religión Digital 8 enero 21.
[2] Editorial Plaza y Janés. Diciembre 2020.
[3] Cfr. J. Ignacio Calleja: «Tiempos para construir con novedad (2021)». Religión Digital 2 enero 21.