Un café con Jesús. Ya puedo morirme en paz

Pedro Escartín
27 de diciembre de 2020

Anteayer celebrábamos la Navidad, una Navidad diferente para muchos, porque no han abundado, como en otros años, esos festejos, que tan poco ayudan a apreciar el misterio entrañable de que Dios ha venido a visitarnos, pero sin los cuales parece que no se puede vivir. Sin embargo, las limitaciones sanitarias no impiden que, en la terraza y al socaire de un tímido rayo de sol, Jesús y yo tomemos nuestro café dominical. En la Misa, se ha leído el evangelio de la Sagrada Familia (Lc 2, 22-40) y no me he resistido a decirle con un poco de sorna:

– ¡Buen recibimiento tuviste en el Templo de recién nacido!

– ¿Por qué lo dices, por aquellos dos ancianos que hablaron con mis padres o por la indiferencia del resto de la gente que estaba allí aquel día?

– ¿Pero tú te acuerdas de lo que allí ocurrió? ¡Sólo llevabas cuarenta días en este mundo!

– Tienes razón -me ha dicho sin acritud-. Cuando me encarné en el seno de mi madre María, el Padre, y yo también, quisimos que en todo fuera igual a vosotros, menos en el pecado. Así que nací como un bebé que fue creciendo poco a poco, aprendiendo a hablar, a llorar y a reconocer las cosas tal como hacéis todos. Por eso, mi memoria humana no recuerda aquellos primeros hechos de mi vida. Pero mis padres me contaron muchos detalles de mi infancia.

– Sí; he leído en los antiguos libros de la Biblia que Moisés había previsto la respuesta que los padres debían dar a sus hijos varones cuando les preguntasen por qué les habían llevado al Templo treinta y tres días después de haber sido circuncidados.

– Efectivamente, debían decirles: «Con su poderosa mano nos sacó Yahvé de Egipto, de la casa de la servidumbre; por eso yo sacrifico a Yahvé todo primogénito de los animales y redimo todo primogénito de mis hijos». Así que mi madre cumplió con el ritual de la purificación cuarenta días después de que yo naciese, y a mí me rescataron con la ofrenda de los pobres, dos pichones, porque no tenían para más, tal como José y mi madre me dijeron.

– También te hablarían de los dos ancianos que aquel día se encontraban en el Templo -añadí para que se diera cuenta de que me había enterado de lo que dice el Evangelio-.

– Sí; fue un alivio para ellos y para mí, aunque a mis padres también les produjo un sobresalto. Aquel buen anciano, Simeón, un profeta que no pertenecía a ninguno de los círculos influyentes, pues sólo era profeta, y ya sabes que a los verdaderos profetas no les fue demasiado bien en Israel, me tomó en sus brazos y bendijo a mi Padre diciendo: «¡Ya puedo morirme en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador!» Fue el único de aquella multitud que me reconoció como «luz para alumbrar a Israel y a todas las naciones».

– Dices que esas palabras produjeron un sobresalto a tus padres…

– Naturalmente -me interrumpió-. Tanto Simeón como la anciana profetisa Ana, que también me reconoció, pronosticaron que yo sería como una bandera discutida y que a mi madre una espada de dolor le traspasaría el alma. Y así fue, como muy bien sabes.

– La verdad es que no sé si pensar que en todo fuiste como uno más de nosotros o incluso un poco menos, porque siempre corriste la suerte de los últimos. Menos mal que tuviste una familia envidiable.

– Así es. Mi familia fue el mejor consuelo que recibí en este mundo. ¿Por qué no imitáis todos sus virtudes domésticas? Seríais tan felices… -añadió mientras nos despedíamos-.

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