Anteayer celebrábamos la Navidad, una Navidad diferente para muchos, porque no han abundado, como en otros años, esos festejos, que tan poco ayudan a apreciar el misterio entrañable de que Dios ha venido a visitarnos, pero sin los cuales parece que no se puede vivir. Sin embargo, las limitaciones sanitarias no impiden que, en la terraza y al socaire de un tímido rayo de sol, Jesús y yo tomemos nuestro café dominical. En la Misa, se ha leído el evangelio de la Sagrada Familia (Lc 2, 22-40) y no me he resistido a decirle con un poco de sorna:
– ¡Buen recibimiento tuviste en el Templo de recién nacido!
– ¿Por qué lo dices, por aquellos dos ancianos que hablaron con mis padres o por la indiferencia del resto de la gente que estaba allí aquel día?
– ¿Pero tú te acuerdas de lo que allí ocurrió? ¡Sólo llevabas cuarenta días en este mundo!
– Tienes razón -me ha dicho sin acritud-. Cuando me encarné en el seno de mi madre María, el Padre, y yo también, quisimos que en todo fuera igual a vosotros, menos en el pecado. Así que nací como un bebé que fue creciendo poco a poco, aprendiendo a hablar, a llorar y a reconocer las cosas tal como hacéis todos. Por eso, mi memoria humana no recuerda aquellos primeros hechos de mi vida. Pero mis padres me contaron muchos detalles de mi infancia.
– Sí; he leído en los antiguos libros de la Biblia que Moisés había previsto la respuesta que los padres debían dar a sus hijos varones cuando les preguntasen por qué les habían llevado al Templo treinta y tres días después de haber sido circuncidados.
– Efectivamente, debían decirles: «Con su poderosa mano nos sacó Yahvé de Egipto, de la casa de la servidumbre; por eso yo sacrifico a Yahvé todo primogénito de los animales y redimo todo primogénito de mis hijos». Así que mi madre cumplió con el ritual de la purificación cuarenta días después de que yo naciese, y a mí me rescataron con la ofrenda de los pobres, dos pichones, porque no tenían para más, tal como José y mi madre me dijeron.
– También te hablarían de los dos ancianos que aquel día se encontraban en el Templo -añadí para que se diera cuenta de que me había enterado de lo que dice el Evangelio-.
– Sí; fue un alivio para ellos y para mí, aunque a mis padres también les produjo un sobresalto. Aquel buen anciano, Simeón, un profeta que no pertenecía a ninguno de los círculos influyentes, pues sólo era profeta, y ya sabes que a los verdaderos profetas no les fue demasiado bien en Israel, me tomó en sus brazos y bendijo a mi Padre diciendo: «¡Ya puedo morirme en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador!» Fue el único de aquella multitud que me reconoció como «luz para alumbrar a Israel y a todas las naciones».
– Dices que esas palabras produjeron un sobresalto a tus padres…
– Naturalmente -me interrumpió-. Tanto Simeón como la anciana profetisa Ana, que también me reconoció, pronosticaron que yo sería como una bandera discutida y que a mi madre una espada de dolor le traspasaría el alma. Y así fue, como muy bien sabes.
– La verdad es que no sé si pensar que en todo fuiste como uno más de nosotros o incluso un poco menos, porque siempre corriste la suerte de los últimos. Menos mal que tuviste una familia envidiable.
– Así es. Mi familia fue el mejor consuelo que recibí en este mundo. ¿Por qué no imitáis todos sus virtudes domésticas? Seríais tan felices… -añadió mientras nos despedíamos-.