Según oía las lecturas de este cuarto domingo de Adviento, me he sentido abrumado: las tres me han llevado a darme de bruces con el misterio de Dios. Al encontrarme con Jesús, todavía debía reflejarse el aturdimiento en mi cara y él lo ha percibido nada más verme:
– Vienes como si no estuvieras en este mundo, ¿qué te pasa?
– ¿Tú me lo preguntas? ¡Como si no conocieras al dedillo lo que dicen las lecturas de este domingo!- le he respondido antes de mirar a la barra y decir: “lo de siempre”-.
– ¡Claro que las conozco! Las tres hablan del misterio de Dios; pero el misterio de mi Padre no abruma, más bien serena el ánimo -ha añadido-. Lo que ocurre es que a vosotros se os antoja que el misterio es una cosa incomprensible, cuando lo que en él se palpa es esa presencia divina, que desborda vuestras previsiones.
– Precisamente por eso me siento un poco aturdido, porque no es fácil encontrarse con Alguien que nos sobrepasa -he dicho como disculpándome-.
– Es que os falta experiencia. Vosotros vivís muy pegados al realismo, al dos y dos son cuatro; y os cuesta comprender que la existencia es más honda, más compleja y más rica de lo que alcanzáis a medir con vuestros razonamientos y decisiones, con vuestros telescopios y con vuestros tubos de ensayo… Es lo que vienen a decir las lecturas de este domingo: David quería hacerle una casa a Dios (2 Samuel, 7, 1-16) y mi Padre le dijo: “¿eres tú quien va a construirme una casa o soy yo quien voy a consolidar tu descendencia? Yo seré para él padre, y él será para mí hijo”, anunciando así mi llegada como Mesías, cosa que David aún no vislumbraba. Por eso el apóstol Pablo escribió que, con mi nacimiento, se ha desvelado “el misterio mantenido en secreto durante siglos” (Rom 16, 25-27). Y al escuchar el relato de la concepción virginal de mi madre (Lc 1, 26-38), os preguntáis: “¿cómo puede ocurrir una cosa así?”, cuando tendríais que mirar hacia donde apunta el hecho sorprendente de que yo haya llegado a nacer como
hombre sin intervención de varón: esto os anuncia que podéis haceros “hijos de Dios, que no han nacido de deseo de hombre, sino de Dios”.
Escuchando su explicación, me he quedado medio embobado y el café se iba enfriando; así que le he interrumpido diciendo:
– No hables tanto y bebe, que el café se enfría.
– Y el café frío no vale nada -ha añadido como leyendo mi pensamiento-.
– Cierto -he dado la caída-. Pero más que si el café está caliente o frío, lo interesante es eso que me has dicho sobre nuestro encuentro con el misterio de Dios. Cuando caemos en la cuenta de estar en su presencia y bajo su mirada amorosa, nos sentimos abrumados, pero profundamente confiados y serenos.
– Es que aún tenéis que avanzar por el camino de la humildad -me ha advertido-. Debéis dejaros nacer de Dios; esto reclama que reconozcáis qué es lo que os falta para alcanzar la plenitud con la que soñáis, y que dejéis que mi Padre os la proporcione por gracia.
– ¿Y cómo se hace eso? -he preguntado ingenuamente-.
– Pues convenciéndoos de que lo que os curre ni son golpes de la buena o mala suerte ni desgracias ni castigos, sino que, en su Providencia, el Padre conduce vuestra vida a la plenitud. Basta que seáis capaces de decir como mi madre: “Sí, hágase en mí tu palabra”.
Y se ha oído la voz del camarero: “Ya que llega la Navidad, invita la casa”. “Gracias”. “De nada”.