Doy gracias a Dios, que me envía a trabajar con vosotros a la diócesis de Zaragoza.
El Santo Padre me envía de nuevo a la que ha sido mi casa durante muchos años. En esta Iglesia, en la vida pastoral de la misma y en sus parroquias, aprendí a ser sacerdote acompañado de los entonces arzobispos y obispos auxiliares y de mis hermanos en el presbiterio y de tantos fieles laicos y religiosos. Os estoy muy agradecido por aquella etapa de mi vida y por todo lo que pude aprender a vuestro lado.
Vuelvo después de haber servido en la diócesis de Teruel y Albarracín y en la diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño, donde el Señor me ha permitido vivir el ministerio episcopal estos últimos diez años. Agradezco al Señor las muchas gracias recibidas en ambos lugares y pido para que el Señor siga bendiciendo a aquellas diócesis y sus gentes.
Vuelvo a una diócesis cargada de historia y de creyentes recios que han sabido mantener viva la llama de fe. Desde los tiempos de santa Engracia y de san Valero, han sido muchos los frutos de santidad que a lo largo de los siglos esta diócesis ha dado. Hombres y mujeres santos, referentes de esta Iglesia que peregrina en Zaragoza y ejemplo luminoso para nosotros: su amor a Cristo, su testimonio de vida, su entrega generosa a Dios y a los hermanos y su deseo de anunciar el Evangelio se convierten hoy en modelos audaces a seguir en nuestra tarea de evangelizar este Tercer Milenio.
Permitidme que fije ahora mi mirada en María, la Virgen del Pilar. La Providencia ha querido que comience mi ministerio episcopal en medio de vosotros, en este día de la fiesta de la Presentación de la Virgen: Santa María es presentada por sus padres ante el Señor en su niñez. Desde el primer momento María se pone ante el Señor en humilde disponibilidad; esta será una característica constante de su vida, y que ella misma resumió con palabras que han traspasado la historia y cuyo contenido no se agotará jamás: «He aquí la esclava del Señor». Esa actitud de María se convierte en escuela de vida y mediación de la gracia; y me mueve esta mañana también a mí a presentarme ante Dios humildemente y a ponerme en sus manos para que Él siga disponiendo de mi vida libremente.
En este día, bajo el amparo de María, quiero abrazarme con el corazón agradecido al Pilar puesto entre nosotros por la Madre de Dios. Todos los aragoneses sabemos lo que esto significa, por ello le doy muchas gracias al Señor que me permite ser, de algún modo, custodio de esta secular devoción mariana. Me siento muy privilegiado. De su mano, de la mano de la Virgen del Pilar, quiero comenzar mi ministerio en Zaragoza, dándole gracias, acogiéndome a su maternal protección y pidiéndole que me ayude a aprender a ser fiel discípulo del Señor y pastor de esta Iglesia diocesana.
La venerada tradición pilarista narra el providente encuentro entre la Virgen María, que se hace presente en carne mortal a orillas del Ebro, y el apóstol Santiago en un momento de decaimiento de los ánimos de aquel hombre y de sus compañeros, en los albores de la Iglesia y de la evangelización de España. Salvando las distancias, también nosotros vivimos hoy momentos de dificultad por diversos motivos. Estamos ante una realidad social que ha cambiado mucho en los últimos años y que ha acelerado la secularización en nuestra tierra planteándonos grandes retos a afrontar. A ello se ha sumado la dolorosa crisis provocada por esta pandemia que nos asola y que tanto sufrimiento está generando. Quiero elevar mi plegaria confiada al Padre en este día por los fallecidos, por sus familias, por los enfermos y convalecientes de esta cruel enfermedad, por aquellos que la están combatiendo y por todos los que están sufriendo las consecuencias por la crisis económica y social que de ella se deriva.
Nos encontramos ante unas circunstancias que nos desconciertan y que pueden engendrar en nosotros desaliento y desesperanza. Pero también es cierto que las circunstancias que estamos viviendo nos mueven a buscar respuestas. Y puede sorprendernos descubrir que las mismas circunstancias, tan abrumadoras y dolorosas, curiosamente se nos pueden presentar como parte de la solución. Si las miramos desde una perspectiva trascendente y con los ojos de un creyente, descubrimos en ellas la posibilidad de descifrar un código encriptado en el que comenzamos a encontrar sentido a muchas de las cosas que nos están pasando individualmente y como sociedad. Es verdad que esta postura engendra vértigo, pero a la vezse convierte en un camino que nos ayuda a descifrar nuestro destino desde la intuición de nuestro presente. Es curioso: aprender a abrazar las circunstancias nos adentra en el Misterio, ese desconocido señor, que nos interpela, que nos ayuda a comprender de modo nuevo que solo acogiendo las circunstancias puedo descubrir la verdad de mi vida, de lo que está pasando. Lo novedoso de la situación es que el Misterio, Dios, se hace presente en las circunstancias, en estas circunstancias, y en ellas se juega de manera dramática el cumplimiento de mi vida, de nuestra vida. No elijo la presencia o no del Misterio, sino el reconocer o no esta situación.
Y la conclusión que brota del corazón de la Iglesia es que Él está. ¡Está vivo en medio de nosotros! Esa es nuestra esperanza. Esperanza que -soy consciente de ello- en estos momentos debe marcar el inicio de mi servicio en esta Iglesia que peregrina en Zaragoza. El obispo debe ser siempre «profeta, testigo y servidor de la esperanza». Como recuerda la Pastores Gregis: «Sólo con la luz y el consuelo que provienen del Evangelio consigue un Obispo mantener viva la propia esperanza (cf. Rm 15, 4) y alimentarla en quienes han sido confiados a sus cuidados de pastor. La esperanza le anima a discernir, en el contexto donde ejerce su ministerio, los signos de vida capaces de derrotar los gérmenes nocivos y mortales (del desánimo). La esperanza le anima también a transformar incluso los conflictos en ocasiones de crecimiento, proponiendo la perspectiva de la reconciliación. En fin, la esperanza en Jesús, el Buen Pastor, es la que llena su corazón de compasión impulsándolo a acercarse al dolor de cada hombre y mujer que sufre, para aliviar sus llagas».
Es, en definitiva, vivir en consonancia con la actitud de la Virgen María, Mater spei, que en las bodas de Caná nos recuerda que el mejor vino está por venir, a pesar de que el presente se vislumbre oscuro. No, queridos hermanos, no cabe la desesperanza. El Señor está. Y si Él está, debemos proponerlo a nuestros hermanos con alegría, resolución y creatividad. Sí: ¡el mejor vino está por venir!
De todos modos, en un día como este quisiera no hacer grandes propuestas, sino ponerme a la escucha para que sea el Señor quien vaya suscitando lo que más conviene en la edificación del Pueblo Santo de Dios. Soy consciente de que vengo a una Iglesia en marcha, en la que muchos de vosotros habéis entregado vuestra vida y lo seguís haciendo. Tengo ganas de encontrarme con vosotros de nuevo y comenzar a recorrer juntos el camino que nos lleve a seguir vislumbrando espacios para poder anunciar el Evangelio en nuestra España de hoy.
Esa escucha de la que os hablo hace que hoy resuene con especial fuerza la palabra que ha sido proclamada del Evangelio de San Juan. En ella, Cristo solicita de cada uno de nosotros la fuerza del amor, que debe traducirse, en nuestra historia personal, en una actitud de servicio constante. Por tres veces Cristo reclama a Pedro su amor y le confirma en la misión de servir. Hoy quisiera hacer mía esa triple propuesta de Jesús y traducir esa petición de amor en una actitud de servicio constante.
Servir a la Iglesia de Zaragoza. Servicio que intentaré desarrollar con la estrecha y fraterna colaboración de mis hermanos sacerdotes de esta diócesis. Ellos mantienen la presencia de la fe, asumiendo el ministerio que la Iglesia les encomendó, de un modo abnegado y, en ocasiones, heroico. Sé que, junto a la gente de vuestras parroquias, a quienes saludo en vuestra persona, habéis rezado mucho por mí. Muchas gracias, queridos hermanos. Cuento con vosotros para seguir anunciando la presencia de la Buena Noticia del Resucitado entre nosotros y pido al Señor que sean muchos los jóvenes que en nuestras comunidades se animen a seguir a Jesús desde la vocación sacerdotal.
Servir a esta Iglesia diocesana de la mano de los religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa. La experiencia de estos años de ministerio episcopal me ha enseñado lo importante que es vuestra presencia en una Iglesia diocesana; vuestros carismas, la fuerza de vuestro servicio nos enriquecen sin cesar. Os exhorto a seguir construyendo el presente con pasión y el futuro con esperanza.
Servir a la Iglesia cesaraugustana con todos los fieles laicos, que sentís en lo más profundo de vuestro corazón el hecho de ser misioneros en medio del mundo por el gran regalo de la fe recibida en el bautismo. Un saludo a los que formáis parte del laicado asociado en movimientos, asociaciones, cofradías o hermandades o que colaboráis activamente en la vida de vuestras parroquias: estamos llamados a ser auténticos discípulos misioneros. Os necesito a todos, con ilusión renovada, para seguir anunciando con alegría al mundo que merece la pena ser cristiano, mostrando la belleza de una vocación a la que todos hemos sido llamados: la vocación al amor que nos lleva al seguimiento radical de Cristo. Nuestra vida es misión y sólo en la lógica del don podremos realmente descubrirnos plenamente. Queridas familias cristianas, cuento con vosotras para seguir trabajando en esta apasionante tarea que la Iglesia ha puesto en nuestras manos. Queridos jóvenes, sentíos protagonistas de la evangelización de la Iglesia. No solo sois el futuro de nuestra Iglesia, sois el presente. Tenéis un lugar y la Iglesia os necesita: descubridlo.
Servir a los pobres. Son muchos los rostros de la pobreza que se muestran hoy en nuestra sociedad. La crisis sanitaria de la COVID-19 está motivando una crisis económica y social sin precedentes. Tengo la certeza de que en el rostro del que sufre podemos encontrar a Cristo mismo. Los últimos, los más débiles y vulnerables son siempre los predilectos de Jesús. También deben ser los nuestros. En nuestra capacidad de acercarnos a las periferias existenciales y en ayudarles a sanar sus heridas devolviéndoles su dignidad, como nos recuerda el papa Francisco, nos jugamos la credibilidad de la Iglesia. Gracias a todos los que con vuestro trabajo entre los pobres os convertís en caricia y ternura de Dios. A los enfermos, a los que os sentís solos, a los que estáis lejos de los vuestros, a los inmigrantes, a los encarcelados, a los que padecéis en vuestra persona y en vuestra familia el zarpazo de la actual crisis, un abrazo fraterno y solidario de vuestro obispo.
Servir a la sociedad aragonesa. Quiero tender la mano en esta mañana a las autoridades aquí presentes y a las instituciones que representan. Mano que querría colaborar en construir una sociedad más justa, conforme a la dignidad de la persona, buscando múltiples fórmulas de colaboración y entendimiento en busca del bien común de toda la sociedad. Tengo la certeza de que la Iglesia aporta mucho en la construcción social: los valores del Evangelio, la visión trascendente de la persona humana, el compromiso solidario con los necesitados o la gran herencia cultural que nuestra fe nos ha legado a lo largo de los siglos y que nos permite entender plenamente nuestro presente, no pueden, no deben quedar relegados en estos momentos de la historia de nuestra nación.
Muchas gracias a todos los que, desde La Rioja y Teruel, estáis de un modo u otro acompañándome: rezad por mí. Que Dios os premie todo el bien que me habéis hecho estos años.
Gracias al santo padre Francisco por la confianza que ha depositado en mí al nombrarme vuestro Obispo. Gracias a mi antecesor, don Vicente, por su cercanía en estas semanas ayudándome a sentirme de nuevo en casa con sus actitudes y con sus palabras. Gracias al Señor Nuncio Apostólico a quien ruego trasmita nuestro filial saludo al Papa, y a todos los hermanos obispos, especialmente a los de la Provincia Eclesiástica de Zaragoza que hoy me reciben de nuevo y los de la Provincia Eclesiástica de Pamplona, con los que tan a gusto he trabajado en estos años. Gracias de corazón a todos los que habéis preparado esta celebración. Sé de vuestra gran dedicación y esfuerzo.
Y permitidme que me dirija a mi madre y a mi familia para darles las gracias por compartir conmigo la vida y la fe.
Queridos hermanos de Zaragoza. Hago una vez más mías las palabras que me fueron dirigidas las dos veces que tomé posesión como párroco en las parroquias zaragozanas del Sagrado Corazón y de Santa Engracia por don Francisco Martínez. Me decía con fuerza: «Carlos, hoy no solo tomas tú posesión de la parroquia, son ellos también los que toman posesión de ti, pues te pones incondicionalmente a su servicio». Con la ayuda del Señor Jesús, de nuestra madre la Virgen del Pilar y la intercesión de los santos, me presento ante vosotros y me pongo a vuestro servicio. Que Dios os bendiga.