Cuando el Estado pretende avocar para sí y en exclusiva la educación de las nuevas generaciones, no pretende sino sustraer a las familias, a los padres, el derecho natural a decidir la educación de sus hijos. Por eso, el intento de establecer un monopolio educativo escolar por parte del Estado no sólo cruza los límites del derecho positivo, como es nuestro ordenamiento constitucional, sino del propio derecho natural.
En los momentos actuales vemos en los medios de comunicación la campaña contra la denominada Ley Celaá o LOMLOE, promovida por la Plataforma «Más, libre, más plurales, más iguales» (compuesta por entidades sociales, sindicales y de entidades titulares de la escuela privada y privada-concertada). Ante la misma no nos podemos quedar simplemente con la idea de que se trata de una protesta más en contra de una nueva ley educativa nacida sin consenso alguno y sin participación de la comunidad educativa. Lamentablemente hay algo mucho más profundo en esta reforma educativa.
Podemos entonces preguntarnos, desparecida la escuela concertada, que en su mayor parte es escuela católica, ¿quién va a ocupar su espacio en la tarea educativa? La respuesta es bien sencilla: la escuela de titularidad pública. Pero, podemos entonces preguntarnos, ¿qué modelo de escuela pública? ¿Una escuela pública inclusiva, respetuosa con las convicciones morales y religiosas de los padres? No es esta la escuela pública en la que piensa la reforma de la Ley Celaá y los partidos que la apoyan. Aun así, habrá quien afirme que sí, porque la escuela pública es, en su estado natural, asépticamente neutral. Y en esa neutralidad todos nos podemos sentir acogidos, porque a nadie se le impide tener sus creencias, con tal que las deje en el dintel de la puerta de entrada a aquella escuela.
Pero esta es la gran falacia de esa escuela que se dice neutral. Porque se trata de una neutralidad desencarnada, deshumanizada, autorreferencial y cerrada a la trascendencia. Se trata de una escuela neutralizadora, que bajo los axiomas de única, pública y laica, contempla a sus alumnos «desnudos de sus convicciones religiosas, sin perjuicio de que se revistan pudorosamente en casa con unos ornamentos sacros» (Ollero Tassara, A. en «España: ¿Un Estado laico?»). Y ahí, en esa neutralidad, no tienen cabida los alumnos de aquellas familias que desean para sus hijos una educación, por ejemplo, fundada en los valores del humanismo cristiano.
En consecuencia, sólo aquellos que dispongan de recursos suficientes, podrán elegir esta educación para sus hijos. Los demás, en virtud de este sistema que sustituye la libertad por la igualdad, estarán abocados a escolarizar a sus hijos en una escuela que los excluye por razón de conciencia.
Pio XI, en su Carta Encíclica «Non abbiano bisoño» de 1931 ya denunció amargamente el intento de apropiación de las nuevas generaciones por parte del Estado italiano del momento y ponía de manifiesto que «una concepción que hace pertenecer al Estado las generaciones juveniles enteramente y sin excepción, desde la edad primera hasta la edad adulta, es inconciliable para un católico con la verdadera doctrina católica; y no es menos inconciliable con el derecho natural de la familia […]» (n.27).
Ese primado absoluto del Estado y sus poderes públicos sobre la sociedad solo puede traer la quiebra de las libertades de las personas que la integran, como la de enseñanza, que es el caso que nos ocupa.