Un café con Jesús. El empleado inútil

Pedro Escartín
14 de noviembre de 2020

Flash sobre el Evangelio del domingo XXXIII del tiempo ordinario

Hoy, con la parábola de los tres empleados (Mt 25, 14-30), que casi siempre decimos “de los talentos”, Jesús ha seguido invitándonos a la vigilancia, pero ha añadido un matiz: ¿qué hacer mientras vigilamos?, ¿estar ociosos, mano sobre mano, esperando que el dueño vuelva? Así que, después de saludarnos y tomar asiento le he soltado a bocajarro.

– Jesús, no sé por qué me parece que esta tercera parábola sobre la vigilancia dejó desconcertados a tus oyentes.

– ¿Por qué lo dices? -me ha replicado-.

– Pues, porque choca con lo que entonces pensaban las gentes de Palestina. Aquellos campesinos estaban convencidos de que, cuando alguien se enriquecía, siempre era a costa de los demás. Por eso, consideraban que la avaricia y la ambición eran pecados muy graves. Y les has puesto como modelo a un propietario ambicioso, que quiere que sus empleados lo enriquezcan…

– Alto ahí -me ha dicho levantando la mano-. Yo no lo puse como ejemplo, sino que tomé el hecho, también frecuente entonces, de que había propietarios y empleados ambiciosos, y lo utilicé para animarles a comprometerse a fondo con el Reino de Dios.

– Explícamelo, porque me hago un lío. Resulta que el tercer empleado, que hizo lo debido según la ley judía, es decir, que guardó a buen recaudo el depósito que había recibido de su amo, es censurado y castigado, mientras que los otros dos, que, se enriquecieron “negociando” con el dinero del amo y a costa de los demás, son alabados y premiados.

– No es eso lo que quise enseñar con esta parábola. Bien sabes cuánto me repugnan la avaricia y la ambición. Pero también me desagrada la ociosidad, sobre todo cuando se trata del Reino de mi Padre. Es verdad que el propietario era un hombre ambicioso, como él mismo lo reconoció; es cierto que los dos empleados, que aumentaron la cantidad recibida, lo hicieron, seguramente, por ambición y aprovechándose de otras personas. Pero, de ninguna manera era mi intención animar a mis oyentes a ser ambiciosos.

– Pues entonces, ¿qué pretendías?

– Hacerles caer en la cuenta de que no estuvieran cruzados de brazos esperando que llegase Dios a reinar. El Padre quiere que esperemos y pidamos que venga su Reino, pero que enderecemos los caminos para que su Reino pueda llegar sin demasiados tropiezos. Quise enseñarles que debían imitar la actitud diligente de los dos empleados y no la del que se limita a esperar sin poner nada de su parte, como aquel empleado “inútil“.

– Bueno, algo de esto dijo tu Iglesia en el Concilio Vaticano II: que “la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación por perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana”.

– Exacto. Aquellos obispos reunidos en Concilio estaban inspirados por mi Espíritu y dieron en el clavo. No hay que imitar la ambición de los empleados, pero sí su diligencia. Vosotros tenéis el mejor motivo para ser diligentes y emplearos a fondo: enderezar los senderos para que el reinado de Dios llegue. Recuerda que también se dijo en el mismo Concilio que todo lo bueno que aquí hagáis, lo encontraréis “limpio de toda mancha, iluminado y transfigurado” cuando yo entregue el Reino al Padre.

Me quedé pensativo y animado a poner mis “talentos” al servicio del Reino. Pagué y nos despedimos hasta el próximo domingo.

Pedro Escartín Celaya

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