El café de este domingo traía el rebufo del domingo pasado con lo del tributo al César. El evangelista ha comenzado diciendo que «los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos…», le plantearon otra pregunta «para ponerlo a prueba» (Mt 22, 34-40). Una pregunta sobre la Ley: «¿Cuál es el mandamiento principal?» Así que, después de saludarnos, le pregunté a bocajarro:
– ¿Cómo te sentó esta nueva trampa? Porque no me negarás que la pregunta venía con retranca…
Aunque no necesitaba cafeína para espabilarse, él pidió un café solo y cargado, y respondió:
– Si cada vez que me hacían una pregunta envenenada me hubiera ofendido, hubiera estado siempre con cara de malos amigos. Recuerda lo de la mujer que querían apedrear o lo del ciego de nacimiento; llegaron a decir que aquel no era el ciego, sino que se le parecía… Más bien me daban pena, porque eran «guías ciegos», que traían desconcertada a la buena gente.
– Pero esta vez -le hice notar- la pregunta era sobre el mandamiento principal de la Ley y te la hicieron como si tuvieran derecho a examinar la ortodoxia de tus enseñanzas.
– En efecto -dijo él-. Ésa era su intención, pero me vino al pelo para dejar alguna cosa en su sitio. Todo judío piadoso sabía que el primer mandamiento es: «Escucha, Israel, Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas». Cada día lo repetía nada más levantarse. Pero ellos, con sus quisquillosas tradiciones, habían convertido los diez preceptos de la ley de Dios en una insufrible maraña de prescripciones.
– Hasta 248 mandatos y 365 prohibiciones -tercié yo, que lo había leído recientemente en un libro de exégesis bíblica-. ¿Quién podía arriesgarse a decir cuál de ellas era la más importante y, sobre todo, quién era capaz de cumplirlas todas?
– Por eso, recogí el guante y respondí la pregunta de los fariseos bien ajustado a la Ley:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». A renglón seguido, añadí: «El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”». Y, por si no quedaba claro, redondeé: «Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas».
Tomé un sorbo de café y di la caída diciendo: Ahí diste en el clavo: nombrarles la Ley y los profetas era lo más fuerte que podían escuchar. Pero Él me corrigió:
– No te engañes tú también; lo más fuerte es que el amor a tu prójimo es tan importante como el amor a Dios, porque estos dos mandamientos se sostienen mutuamente. Recuerda la misericordia del samaritano frente al egoísmo de los dos servidores del Templo. Juan, uno de los Doce, lo escribió con frase lapidaria en una de sus cartas a la comunidad: «si alguno dice: amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve».
– Una enseñanza exigente -dije pensativo-.
– Pero liberadora -añadió-. ¿Qué os puede hacer más libres para hacer el bien y más humanos que el ver mi rostro y el del Padre en el de vuestros hermanos que sufren?
– Tienes razón -concluí mientras llamaba al camarero para pagarle los cafés.
Pedro Escartín Celaya