Detrás del hijo

Pedro Escartín
15 de septiembre de 2020

Se llama Mónica y es la imagen de muchas madres arrastradas a un calvario de sobresaltos y sufrimiento por el descarrío de algún hijo: madres de jóvenes atrapados prematuramente en el infierno de la droga, de la delincuencia o una vida ayuna de sentido común. Su nombre significa “única”, y esta Mónica, nacida en la argelina ciudad de Souk Aharas, que en el siglo IV se llamaba Tagaste, fue una mujer singular. A primera vista, su vida reproduce el clisé frecuente de tantas madres de familia, que han tenido que soportar alguna que otra infidelidad de sus esposos, su temperamento irascible o la vida torcida de alguno de sus hijos. Lo singular de esta Mónica, que la hace única, es el modo cómo vivió estas contradicciones.

Se casó o la casaron con un hombre mayor que ella, Patricio, legionario romano, que no siempre vio con buenos ojos las limosnas y acciones caritativas de Mónica. Le engendró tres hijos, a los que su marido no consintió que recibieran el bautismo siendo niños, pero consiguió que él recibiera el bautismo un año antes de morir. Sin embargo, quien más le hizo sufrir fue Agustín, su hijo mayor. Muerto el marido, Agustín, con sus flamantes 17 años a la espalda, era el prototipo del joven libertino, vago, descreído y petulante. Su madre le siguió hasta Cartago, donde Agustín estudiaba retórica, pero las tensiones entre madre e hijo llegaron a tal punto que ella no pudo más y lo echó de casa, Sin embargo, tal como más tarde relató el propio Agustín, Mónica tuvo un sueño o visión en el que comprendió «que debía permitir a aquel hijo extraviado vivir con ella,
más bien que alejarse de él a causa de sus errores».

La decisión de mantenerse a su lado le hizo sufrir, rezar y derramar muchas lágrimas. En su angustia, recurrió al consejo de un obispo, que, después de escucharla pacientemente, le dijo: «Vete en paz, mujer, y ruega por él al Señor; es imposible que hijo de tantas lágrimas perezca». Así que Mónica siguió rezando y marchó tras los pasos del hijo, primero a Roma y más tarde a Milán, donde era profesor de retórica. Fue en Milán donde las lágrimas de Mónica y la predicación del obispo Ambrosio, que cautivó a Agustín con sus explicaciones alegóricas de la Biblia, consiguieron que se hiciera bautizar cuando ya había cumplido treinta y dos años.

Medio año después, madre e hijo decidieron regresar a África y llegaron al puerto de Ostia Tiberina, donde compartieron hermosas jornadas de paz y compenetración interior, esperando el embarque. Pero diecisiete años de sobresaltos y lágrimas siguiendo al hijo descarriado habían hecho mella en el cuerpo de Mónica, y unas intensas fiebres acabaron con su vida, cuando tenía cincuenta y seis años.

Agustín nos ha dejado, en sus Confesiones, el tesoro de las últimas conversaciones con su madre. Poco antes de caer enferma hablaban sobre cómo sería la vida eterna, y Mónica le dijo: «Hijo, ya nada me deleita en esta vida, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces. ¿Qué hago ya en este mundo?»

La singularidad de esta Mónica está en su decisión de ir tras el hijo, confiando en que Dios no podía abandonar al “hijo de tantas lágrimas”. Y no lo abandonó: el hijo es san Agustín, obispo de Hipona, uno de los grandes Padres de la Iglesia, y la madre, santa Mónica. La Iglesia hizo memoria de ambos a finales del mes pasado.

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