Los abuelos de Jesús

Iglesia en Aragón
4 de mayo de 2020

Por Pedro Escartín Celaya

Nuestros textos sagrados dejan clara la condición humana de Jesucristo, al que también reconocen como el Hijo del Padre en un sentido único y excepcional. En su carta a los Gálatas, el apóstol Pablo tiene buen cuidado en subrayar que «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer…», y el autor de la carta a los Hebreos afirma que Jesús, el Hijo de Dios, ha sido «probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado».

Desde los primeros Concilios, la Iglesia empeñó su credibilidad en afirmar esta singular personalidad de Cristo: verdadero Dios y verdadero hombre, y como verdadero hombre, nació de una mujer y tuvo unos abuelos, aunque en este caso sólo maternos, pues estamos hablando del Hijo Unigénito de Dios, que se hizo en todo semejante a nosotros menos en el pecado. Claro está que tener abuelos no es un pecado, sino una gracia, de la que Jesús gozó, a buen seguro.

La Iglesia ha venerado desde antiguo a un hombre y una mujer ?Joaquín y Ana? a los que calificó de “justos”, como padres de María, la madre de Jesús, y por tanto sus  abuelos. Lástima que no dispongamos de más datos con fiabilidad histórica sobre estas dos buenas personas.

En este día en el que vuelve publicarse “Iglesia en Aragón”, el calendario fija la memoria de estos buenos abuelos de Jesús, cuya peripecia vital desconocemos, aunque con un poco de imaginación bien podemos rastrearla a partir de otros datos que nos proporcionan las Escrituras. A mí me parece que hubo tres momentos en sus vidas, con especial densidad humana y creyente.

El primero, cuando María les dijo que estaba embarazada antes de haber conocido varón. Es razonable pensar que, antes o después, María se sinceró con ellos sobre su preñez, que pronto empezaría a ser evidente. ¿Cómo les explicó que era cosa del Espíritu Santo, sin que la tomasen por ilusa, y cuánto les costó hacerse una idea cabal de lo que estaba ocurriendo? A José, el esposo de María, fue un ángel del Señor quien le dio la clave, y se llevó a María a su casa, porque comprendió que la criatura era cosa de Dios. Cómo dio a entender Dios a los abuelos que en su hija estaba gestándose el misterio más hondo de la historia humana, no lo sabemos, pero no es aventurado pensar que el Espíritu del Señor también vino sobre ellos con el don de una sabiduría que siempre nos lleva más allá de los cálculos y previsiones humanas.

Luego les pasó algo muy penoso: no pudieron asistir a su hija en el nacimiento del nieto. A cuenta del empadronamiento ordenado por el emperador romano, José y María tuvieron que desplazarse a Belén y allí le llegó a María el momento del parto. Sin teléfono ni whatsapp con los que contar cómo les había ido el viaje, ¡cuánta confianza en la providencia de Dios no debieron derrochar durante aquellas semanas! Aunque también hubieran sufrido lo suyo, si les hubiera llegado una foto del niño envuelto en pañales sobre las pajas de un pesebre. Todavía faltaba tiempo para la era digital, y el consuelo de la oración y la confianza en Dios atemperaba la impaciencia, esa enfermedad que tanto nos estresa ahora.

Y por si esto era poco, la joven pareja con el niño tuvieron que emigrar a Egipto ?ya sabemos por qué: porque su vida corría un serio peligro, lo mismo que ahora les pasa a tantos refugiados? antes de volver a Nazaret, donde los abuelos les esperaban en un sin vivir día y noche. Quiero pensar que cuando llegaron, con el niño ya crecidito, Ana y Joaquín gozaron de los días más felices de su vida y se dedicaron, en cuerpo y alma, a cuidar de aquella criatura, que de vez en cuando les sorprendía llamando papá (“Abba” en su lengua aramea) a Dios. ¿Le enseñaron ellos, con María y José, a hablarle a Dios con el lenguaje de los salmos o fue Jesús quien les ayudó a meditar en su corazón la hondura insondable del misterio divino? No sé qué decir más allá de que Joaquín y Ana, María y José fueron la familia en la que Jesús aprendió a ser en todo semejante a nosotros menos en el pecado, cosa que ojalá supieran hacer ahora todos los abuelos y padres con sus hijos y nietos.

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