La pandemia ocasionada por el Covid19 ha vuelto a traer a la palestra el debate entre «lo público» y «lo privado». Este debate ha sido y es especialmente intenso en relación con la sanidad y la educación.
En este debate, hay posiciones que identifican lo «público» con lo estatal y, por derivación, con el «bien común», y lo elevan a la categoría de un absoluto que acaba excluyendo a la iniciativa privada de la contribución a éste bien. El problema surge porque la iniciativa privada no es sino la misma sociedad civil en acción que, de este modo, se ve excluida de la contribución a favor de «lo común», frente a un Estado que asume para sí toda iniciativa en cualquier ámbito (así, hasta los poderes públicos nos dicen cómo y qué tenemos que celebrar en las fiestas de nuestro pueblo o nuestro barrio). Se trata de un Estado en el que los poderes públicos no creen en la iniciativa de la sociedad civil (principio de subsidiariedad) y a la que consideran un adversario al que combatir.
A esta identificación entre «lo público» y lo estatal, se une además la asignación de su carácter gratuito, frente a la iniciativa privada, regida, por el contario, por el ánimo de lucro.
En el marco de esta dialéctica, en el ámbito educativo se afirma que la escuela pública es la única que garantiza la igualdad de oportunidades porque, entre otras cosas, es gratuita para las familias, frente a una escuela privada que conlleva un coste para éstas porque tiene afán de lucro.
En respuesta a este maniqueísmo hemos de recordar, pues existe cierta confusión en la ciudadanía, que en nuestro sistema educativo existen dos tipos de centros: públicos y privados. Los primeros son de titularidad estatal y los segundos de titularidad privada. Los centros privados pueden ser además concertados. Es decir, tener suscrito un concierto con la Administración educativa con el objeto de impartir la enseñanza en condiciones de gratuidad, garantizándose de este modo la libertad de enseñanza.
Los centros públicos y los centros privados-concertados son denominados como centros sostenidos con fondos públicos. Ambos modelos, por lo tanto, imparten la enseñanza en condiciones de gratuidad y se encuentran al servicio de la igualdad de oportunidades de sus alumnos.
Ahora bien, no hay que dejarse engañar por la aporía de la gratuidad de los servicios públicos. Que los ciudadanos no tengan que pagar por acudir a un centro educativo público o privado-concertado o a un hospital público no quiere decir que estos servicios sean gratuitos en términos de costes para el erario público. Estos servicios son financiados a través de los impuestos que pagamos los ciudadanos y las empresas. Por lo tanto no son gratuitos en términos absolutos (otra cosa es que cada uno contribuya a su financiación en función de su capacidad económica y a través de un sistema fiscal progresivo). Es más, en la escuela pública también las familias tienen que abonar determinados servicios y/o actividades.
En suma, ni «lo público» se agota en el Estado ni es gratuito en absoluto.