Opinión

Raúl Gavín

Covid y yo

16 de abril de 2020

El pasado mes de marzo di positivo en el famoso test del Coronavirus. Pasé dos semanas aislado del mundo y enjaulado dentro de un estrecho cuarto en casa. Fueron más de trescientas horas en soledad, lo cual fue todo un reto para alguien como yo, acostumbrado a estar siempre rodeado de adultos por la mañana y de niños por la tarde. Siempre recordaré aquel mensaje de mi imponente reloj que me recordaba constantemente ¿Por qué no te das un paseo? ¡Todavía no tienes registrado ningún paso hoy! Todavía sonrío cuando me recuerdo pidiendo explicaciones a un reloj.

El inmediato confinamiento tras la prueba me ha hecho meditar en profundidad sobre los aspectos capitales de mi transitar por este mundo, sobre el sentido de la existencia y sobre el objetivo que esconde la vida.

Este tipo de ejercicios y reflexiones, además de favorecer al protagonista de las mismas, constituye una herencia riquísima para los más cercanos beneficiarios que son nuestros hijos. Me refiero a que los padres estamos llamados a estimular a nuestros hijos para que también ellos ejerciten lo específico del ser humano y se planteen para qué viven, qué sentido tiene su vida o qué significado posee el dolor, el sufrimiento o la muerte. En definitiva, que se interroguen sobre las más escondidas cuestiones que nos plantea nuestra existencia.

Es necesario que conversemos con ellos de algo más elevado que el fútbol o las clases en el colegio o la universidad. Los hijos disculparán nuestro difícil temperamento, nuestras debilidades personales o nuestro carácter precario, pero no excusarán nuestros silencios ante las decisivas preguntas que inevitablemente se deberán plantear algún día.

Quizás hayas puesto todo tu empeño y energía para que tu hijo se comportara educadamente o en que estudiara para labrarse un futuro de provecho; pero ojalá descubras pronto que, siendo esto importante, no es suficiente.

Muchos padres hemos caído en garras de una cultura relativista y nuestra mensaje a nuestros hijos es un eco de dicha cultura tan hipócrita. Haz con tu vida lo que quieras, hijo mío. Sé quien quieras ser. No importa cómo vivas tu vida mientras seas feliz. Si esto es todo lo que somos capaces de transmitir a quienes más queremos, nuestro trabajo como padres habrá resultado más bien patético. Nos habremos convertido en voceros del pensamiento dominante, en cómplices de quienes ignoran dónde se encuentra la felicidad y cómo ejercer la libertad.

Nuestros hijos necesitan una vida con argumento y con un objetivo trascendente. Para alcanzar esta meta tendrán que tomar continuas decisiones que condicionarán su discurrir exitoso o dramático por este mundo. Sin este objetivo, sin este sentido, fácilmente consumirán su existencia de forma trágica.

Este mundo relativista nos enseña que no encontramos la plenitud en la vida entregándonos a los demás, sino apartándonos de ellos para poder ser libres de hacer lo que deseemos. Pero en realidad sucede lo contrario: como explicaba Ratzinger, El hombre vive en las relaciones, y el bien definitivo de su vida depende de lo bien que viva sus relaciones esenciales-como padre, madre, hermano, hermana, etc.-, las relaciones básicas grabadas en su ser.

Sin embargo, este virus está consiguiendo abrirnos los ojos, los corazones y la mente. Tal vez descubramos que nuestra vida, nuestro tiempo, nuestras energías, las tenemos volcadas en el deporte y así, esperamos con ansia el fin de semana anhelando la victoria de nuestro equipo preferido para obtener una dosis de felicidad que nos permita afrontar con optimismo la nueva semana que comienza. O quizá ocurra algo similar con las habituales comilonas de fin semana, las fiestas o las verbenas que nos hacen aparcar por unas horas las cargas y los sinsabores soportados durante la semana.

¿Es esta actitud la que queremos transmitir a nuestros hijos?

La epidemia ha vencido nuestras costumbres y sobre todo nuestras alienaciones, es decir, ha subyugado aquellos divertimentos o distracciones que nos sirven como anestesia para no cuestionarnos sobre el sentido de la vida, sobre la precariedad de nuestra existencia.

Durante meses no podremos hablar de fútbol, ni frecuentar bares o restaurantes, ni bailar en discotecas, ni perfilar nuestra línea en el gimnasio, ni hablar de política (¿quién se acuerda ya del desafío independentista?).

¡Cuánto ayuno de deportes, de culto al cuerpo, de hedonismo, de política, de comilonas y borracheras nos ha traído este ridículo ser invisible!

Esta enfermedad que viene a visitarnos esconde tras de sí un mensaje decisivo que debemos escuchar y meditar: jamás podremos tener una vida feliz para nosotros y nuestros hijos si no tenemos claro el objetivo de la misma. El famoso virus nos ha revelado que la finalidad de nuestra existencia no consiste en lo que habitualmente nos atrae: el dinero, el poder, el placer o la fama. En lo íntimo de nuestro ser, esta pandemia ha conseguido despertarnos y gritarnos que estamos hechos para algo mayor que todo esto.

Las cosas de este mundo son para usarlas y disfrutarlas, pero en sí mismas no tienen vida. La tecnología o los avances científicos facilitan nuestra existencia pero nos equivocaríamos si pusiéramos en ellos nuestra seguridad. Buscar el descanso en el éxito profesional o en el dinero es como intentar descansar en almohadas de piedra que impiden el verdadero reposo de cuerpo y alma, la verdadera libertad.

Este mundo nos convence de que la tarjeta de crédito es nuestra felicidad puesto que ella nos concederá todo aquello que le pidamos. Pero el precio de hacer siempre lo que nos dé la gana es la esclavitud hacia nosotros mismos y, por tanto, la soledad. La libertad no es hacer lo que uno quiera sino elegir tener una relación de amor con el Amor.

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