La religión en la Constitución española

Alejandro González-Varas Ibáñez
6 de diciembre de 2017

La Constitución española cumple este 6 de diciembre treinta y nueve años. Este tiempo que tenemos por delante, hasta que el año próximo celebremos su cuarenta aniversario, puede ser propicio para ir haciendo balance de lo que ha traído el régimen constitucional en relación con la libertad religiosa y el estatuto de la Iglesia en España.

Son varios los lugares en los que la Carta Magna se refiere de un modo u otro al factor religioso. De este modo, el artículo 27 reconoce el derecho a la educación y la libertad de enseñanza, admitiendo expresamente el derecho de los padres a elegir la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Podría citarse algún otro ejemplo, pero conviene que nos centremos en un artículo que está íntegramente destinado a esta cuestión: el 16. Dediquémosle, por tanto, algo más de atención.

En primer lugar, reconoce el derecho de libertad ideológica, religiosa y de culto a todas las personas y a las confesiones. Pero este derecho no puede quedar en un simple reconocimiento. Hace falta algo más, una defensa seria. Por eso el artículo 9.2 de la Constitución exige a los poderes públicos que promuevan las condiciones para que la libertad y la igualdad de los individuos y de los grupos en que se integran (como son las confesiones) sean reales y efectivas. Deberán, además, eliminar los obstáculos que lo impidan o dificulten. ¿Por qué ha de ser así? La respuesta la proporciona, en este caso, el artículo 10.1: la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes, son el fundamento del orden político y de la paz social. La persona, por tanto, debe ser el perno a través del cual debe girar todo el sistema político y jurídico de España.

Los Reyes, en la misa del Apóstol el pasado año 2014 / EFE

¿Qué más dice el artículo 16? Continúa con otra cuestión de interés: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”, es decir, el Estado es aconfesional. Indicaré simplemente dos cuestiones al respecto. La primera consiste en que desde 1978 no hay en España ningún credo religioso oficial, como tampoco puede haber ninguna ideología con ese carácter. Es lo que el Tribunal Constitucional ha denominado laicidad, o neutralidad ideológica y religiosa de los poderes públicos. En relación con los credos religiosos suele entenderse fácilmente. Sin embargo, no siempre sucede de este modo con las ideologías. Precisamente por ser tales –y no religiones- parece que no se van a proyectar sobre el ámbito ético o moral y que, por tanto, van a ser inocuas desde este punto de vista. Pero la realidad demuestra otra cosa. Pensemos en un caso actual, como es la ideología de género, que ofrece propuestas morales y de claro alcance axiológico. Lejos de no identificarse con ella, los poderes públicos en ocasiones la han asumido como propia. Baste una lectura no excesivamente profunda de la Ley del aborto de 2010, o las nuevas leyes sobre LGTB para darse cuenta de que el legislador la ha adoptado como ideología inspiradora, en una clara lesión de su obligada neutralidad no solo religiosa sino también ideológica.

El entonces presidente Obama en su visita al papa Francisco en el Vaticano.

La segunda cuestión consiste en que, el hecho de que el Estado sea aconfesional, no quiere decir que viva de espaldas a lo religioso, lo ignore o, menos aún lo persiga. La clave nos la ofrece nuevamente el mismo artículo 16 en el momento de afirmar que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española”. Recordemos que el Tribunal Constitucional, en el momento de referirse a la antes mencionada “laicidad”, la ha calificado expresamente como “positiva”. Esto ¿en qué se traduce? Sencillamente en que los poderes públicos, en el respeto de la debida neutralidad religiosa e ideológica y sin poder injerirse en materia religiosa, han de tener un concepto positivo de lo religioso desde el momento en que se trata de una vivencia de alta importancia para varios millones de sus ciudadanos y que, por eso mismo, conforma un derecho fundamental. Por tanto, nada tiene que ver esta laicidad con ese comportamiento hostil hacia lo religioso que se denomina “laicismo”. Prueba de ello es que el mismo artículo 16 establece la obligación de los poderes públicos de mantener “las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”. En ejecución de ese mandato, junto a los acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede firmados en 1976 y 1979, se han suscrito en 1992 otros tres acuerdos de cooperación con las federaciones de las confesiones y comunidades protestantes, judías y musulmanas.

A estos datos debe añadirse que tenemos en España una ley orgánica de libertad desde 1980 (si bien tuvimos otra ley anterior aprobada en 1967), que completan un régimen jurídico de esta libertad que sigue siendo punto de referencia a nivel internacional. En efecto, países como Italia o Francia no tienen aún una ley de este tipo. Por su parte, otros países que las han aprobado más recientemente (como Portugal y varios hispanoamericanos) se han fijado directamente en nuestro modelo. Esto mismo, junto con el insoslayable deber que proclama la Constitución de respetar los derechos de las confesiones y las personas, deberían ser estímulo suficiente para continuar en la línea de la consideración hacia este derecho y las personas y confesiones que son sus titulares legítimos. Este es el camino hacia una pacífica convivencia entre todos.

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