Un párroco le explicaba a otro su preocupación por la plaga de palomas de su iglesia. El otro le dijo:
-Pues en la mía no hay ninguna.
– ¡Anda! -dijo el primero- ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo conseguiste terminar con ellas?
-Muy fácil-concluyó-. Les di la confirmación y ya no volvieron más por la iglesia.
Este celebre chiste describe con crudeza una circunstancia que sucede con demasiada frecuencia con aquellos que, una vez recibido alguno de los sacramentos de la Iglesia Católica —ya sea la Primera Comunión, la Confirmación o el Matrimonio—, se despiden del ejercicio de la práctica cristiana.
Para apaciguar nuestra desazón podríamos escudarnos en que son tiempos recios para la fe, que los políticos y los medios de comunicación persiguen con saña a la Iglesia Católica, que los escándalos de pederastia que se airean repetidamente impiden escuchar el mensaje con oídos bien dispuestos o que, finalmente, el mensaje que transmitimos a los jóvenes ha dejado de tener interés porque la Iglesia no ha sido capaz de evolucionar y adaptarse a los tiempos.A mi entender, cualesquiera de estos análisis me parecen demasiado elementales. Nuestra Iglesia ha navegado casi siempre con vientos contrarios al ritmo predominante. De hecho, los profetas en el antiguo testamento fueron repudiados, el mismo pueblo elegido de Israel fue hostigado sin respiro y Jesucristo y sus discípulos fueron martirizados. El Señor mismo nos hace ver que la persecución será la compañía de los últimos días de la Iglesia en la tierra.
¿Por qué entonces la catequesis presente no impulsa a los que la reciben a un cambio de vida, a un giro radical en su existencia?
En los primeros años del cristianismo, la instrucción de los cristianos podía durar hasta tres años. Este periodo tan largo respondía a diversos factores como la amenaza de las persecuciones y la presencia de los heréticos que podían confundir la buena fe de quienes se acercaban al cristianismo. Dichos factores movieron a la Iglesia a someter a los catecúmenos a la prueba del tiempo y de la perseverancia.
Todo ello con el fin de garantizar que recibían el sacramento después de una auténtica conversión interior, un giro radical en las prioridades de su vida, un cambio sustancial en su existencia de manera que podría decirse que el nuevo catecúmeno era una persona nueva, renovada por dentro tras el encuentro personal con Cristo resucitado.
El que descubría a Cristo a través de sus catequistas experimentaba una profunda metanoia, una transformación tal de corazón y mente que le impulsaba a gritar al mundo que había encontrado un tesoro que hasta ese momento había permanecido escondido para él. Y así, tras la conversión de un pagano sobrevenía la de toda su familia y allegados.
¡Qué distinta es la realidad catequética hoy en día! Para empezar, muchas de estas catequesis preparatorias se desarrollan en los mismos colegios donde los jóvenes van a clase. De manera que los chavales terminan por identificar esta formación con una nueva asignatura extracurricular. Por otra parte, los catequistas suelen ser padres del colegio que se ofrecen a impartir estas catequesis tras comprobar que no existían candidatos voluntarios para este fin. Su disposición es digna de elogio, pero en ocasiones ellos mismos carecen de la formación adecuada y lo que es más importante, adolecen de una experiencia personal de encuentro con el Resucitado.
Todo lo señalado contribuye a que muchas primeras comuniones sean las últimas y que el sacramento sea más bien una especie de puesta de largo o de acontecimiento social familiar fruto de una tradición que gusta respetar, pero carente de la profundidad que requiere.
El caso del sacramento de la confirmación es todavía más doloroso. Para empezar, son pocos los católicos que reciben este sacramento y, por tanto, tienen sin completar la iniciación cristiana. Las familias suelen contemplar la confirmación como un sacramento opcional, de segunda categoría solo destinado para los más comprometidos. El mismo nombre del sacramento contribuye a esta confusión teológica según la cual la confirmación sería una especie de aceptación personal de lo que en su día se recibió siendo un niño. Sin embargo, esto no es así. La renovación del bautismo se realiza cada año en la Vigilia Pascual. Asimismo, el confirmando no confirma, sino que es confirmado en su fe por la crismación.Son habituales los encuentros y congresos destinados a analizar cómo revertir esta situación tan desoladora. A mi entender, la transmisión de la fe se garantiza en la familia, en la casa, en la Iglesia Doméstica. Los judíos, nuestros hermanos mayores, según palabras de San Juan Pablo II, recitan cada día la oración del Shemá en obediencia a la ley de Dios. Dicha oración contiene expresamente el mandamiento a los padres de transmitir la fe a los hijos: “Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy; se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado” (Dt 6, 6-7).
Será en el hogar familiar donde transmitamos la fe recibida de generación en generación, una fe viva y vivida cotidianamente a través de elecciones éticas responsables que nos comprometan personalmente. Será en la Iglesia Doméstica donde surgirán las vocaciones y el seguimiento radical a Cristo por imitación de los padres. Los mejores catequistas para nuestros hijos somos los padres. Por eso se impone la prioridad pastoral en la catequesis de adultos, urge revisar la catequesis para orientarla hacia una fe adulta. De manera que, una vez instrumentada la catequesis de adultos, esta sea el punto de referencia para renovar y reestructurar las catequesis presacramentales.