Leí, hace casi un mes, un artículo que me sorprendió muy gratamente a la vez que, todo hay que decirlo, casi no me lo creí. Pero gana la sensación positiva que me produjo su lectura y la reflexión a la que, sin duda, conduce el artículo. Es tan sugerente y tan esperanzador el artículo que me voy a limitar a recoger sus principales ideas. Simplemente para extenderlas un poco. Para ayudar, si alguien me lee, a que el consumismo, como dice el artículo, siga dando ‘señales de crisis’. Dice así un párrafo: “Una nueva cultura de la austeridad crece entre los jóvenes, entre los que el consumismo superfluo y ostentoso empieza a estar mal visto”.[1] Así comenzaba mi artículo de la semana pasada.
Pero la realidad social no es blanca o negra, tiene muchos colores y muchos matices en cada color. Por eso, puede uno encontrarse también con estas afirmaciones tan distintas a las anteriores:
“Antes la gente no quería comprarse todo el rato el último modelo de tableta, ni de smartphone, ni quería ir de vacaciones a todos los lugares posibles, ni coger el avión cada fin de semana, ni vivir en un loft estupendo, ni ir al restaurante un día sí y un día no…, sencillamente no se vivía así. Yo fui a un restaurante por primera vez cuando tenía 25 años. Ahora con ocho años van con frecuencia al McDonald’s. Así que, por un lado, tenemos una sociedad en la que crecen sin parar las desigualdades, pero por otro tenemos un volumen de aspiraciones que tampoco para. Es, más que el bienestar, el sueño del bienestar. ¡Las marcas de lujo! Antes ni pensabas en eso. Hoy, cualquiera en un barrio popular puede llevar unas Nike de 125 euros. Y todos los jóvenes saben lo que es Louis Vuitton, Hermès, Gucci…, ¡solo viven para las marcas! No quieren unos zapatos, quieren una marca de zapatos.
[…] hay padres que están en el paro cuyos hijos tienen un iPad, un móvil inteligente último modelo, unas zapatillas de lujo… Me parece terrible. Antes, las aspiraciones eran trabajar, comer y tener una casa. Hoy son otras. Por ejemplo, ir a Ikea para comprarse cosas monas porque lo hacen todos los demás”.[2]
Es la opinión del pensador, sociólogo y escritor francés Gilles Lipovetsky que, desde su primer libro La era del vacío, lleva casi 40 años metiendo el bisturí en las zonas pantanosas de las sociedades modernas. Una de esas zonas pantanosas son la superficialidad y el consumismo.
Dos opiniones totalmente contrarias: la del miércoles pasado y la hoy. ¿Las dos son verdaderas? Creo que sí. Porque las dos existen, al mismo tiempo, a nuestro alrededor. Según el autor, esta realidad del consumismo se debe al individualismo exagerado (hiperindividualismo, lo llama) y al sueño del bienestar que nos llega desde tantos medios, modos y maneras.
No pretende el autor, creo, sacralizar la etapa anterior a la que se refiere y que vivimos los mayores de hoy con sus virtudes y sus defectos. Contrapone dos datos sociales de hoy: crecen las desigualdades, las injusticias, y crece el sueño del bienestar. Padres que están en el paro (desigualdad e injusticia) y cuyos hijos tienen “un móvil inteligente último modelo, unas zapatillas de lujo…” (sueño del bienestar). Y esto a Lipovetsky le parece, y es, terrible.
Esta tendencia consumista no es privativa de los jóvenes (el autor pone también ejemplos de adultos). Y la define muy sencillamente con dos afirmaciones concretas: ¡solo viven para las marcas! No quieren unos zapatos, quieren una marca de zapatos… y comprarse cosas monas porque lo hacen todos los demás.
En esta encrucijada (el consumismo mal visto o en decadencia y comprar cosas monas porque lo hacen los demás) estamos todos situados, rodeados, incentivados, llamados… en nuestro día a día, ante las necesidades normales de la vida y en los momentos de gastos especiales.
En el modo de organizarnos la vida, en el empleo de nuestro tiempo, en nuestros gastos diarios o extras, en nuestras relaciones con las cosas, con los demás, con los necesitados… vamos definiéndonos como generosos o egoístas, como libres o esclavos, como solidarios o individualistas, como defensores de nuestra Casa Común o como sus depredadores, como sencillos y austeros o dominados por lo innecesario o superfluo, como felices con el pan de cada día o permanentemente insatisfechos. Como personas obsesivas del tener o cultivadoras del ser, aparentando lo que no somos o siendo lo que somos: seres racionales, libres, transcendentes, abiertos a los demás y a Dios. Estas cuestiones vitales y humanas se manifiestan y concretan en la compra nuestra de cada día. En nuestra relación con el poderoso caballero don dinero o con las cosas con las que nos disfrazamos.
[1] El síndrome del impostor. MILAGROS PÉREZ OLIVA. EL PAÍS – 30 diciembre 2019
[2] Entrevista a Gilles Lipovetsky. BORJA HERMOSO. EL PAÍS- 1 febrero 2020