Opinión

José Manuel Murgoitio

Como brotes de olivo

5 de febrero de 2020

Si los padres son como los fundamentos de la casa, los hijos son como las piedras vivas de la familia, nos recuerda Francisco (Exh. Ap. Amoris Laetitia n. 14). La familia, es así el primer lugar donde los padres se convierten en maestros para sus hijos, maestros en y para la vida, que es también en la fe; por eso, “cuando el día de mañana tu hijo te pregunte […] le responderás…” (Ex. 13,14). De ahí que, nos sigue enseñando Francisco, “los padres tienen el deber de cumplir con seriedad su misión educadora, como enseñan a menudo los sabios bíblicos […]” (n.17).
En la actualidad, no está de más acudir a las enseñanzas del Magisterio y de la Doctrina Social de la Iglesia cuando abordamos el tema de la educación de los hijos y de la libertad de enseñanza en el ámbito civil. Y digo esto, porque ante la última manifestación de la Sra. Ministra de Educación acerca de a quién corresponde decidir -en términos de propiedad, como título habilitante- los contenidos de la educación de los hijos, se ha escrito mucho y bien para confrontar sus afirmaciones con la legalidad nacional e internacional que reconocen el derecho de los padres a decidir la educación religiosa y moral conforme a sus propias convicciones. Pero se ha hecho desde la esfera del reconocimiento de los derechos y libertades en el ámbito civil.
Por eso, atendiendo a la denuncia que en este mismo medio hace mi compañero y amigo Alejandro González-Varas sobre el “Derecho vacio”; o más bien vaciado de toda referencia a una justicia edificada desde la verdad objetiva y que ha sido sustituida por un positivismo relativista que no es capaz de dar razón de sí mismo, interesa recordar los fundamentos de orden natural por el que defender el derecho de los padres a educar a sus hijos conforme con sus convicciones, y que, hasta el momento, encuentra reflejo en la norma civil.
Y esto lo podemos hacer sin necesidad de recurrir a circunloquios acerca de la existencia o no de título alguno de propiedad sobre los hijos por parte de sus padres o del Estado. La educación de la prole no es una cuestión de propiedad (si acaso, si se me permite la licencia, lo sería de usufructo) sino que es, simple y llanamente, una cuestión de dignidad de la persona.
Los padres formamos corporalmente a nuestros hijos a través de su generación – el alma es cosa de Dios por la creación- pero los formamos espiritualmente por la educación, como nos recuerda el Prof. Hervada. De ahí que, por ley natural, a través de la fecundidad, los padres devienen en “principio de vida y, por tanto, principio de educación para la vida, junto con la autoridad, principio del orden” (Pío XI, C. E. Divini Illius Magistri n. 27).
Si la verdadera educación, como señaló el Concilio Vaticano II (D. C. Gravissimum Educationis n. 1), se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de la sociedad, la tarea educativa de los padres “asume por eso mismo la obligación de ayudarla eficazmente a vivir una vida plenamente humana (san Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris Consortio n. 36). En consecuencia, dado que los padres damos la vida a nuestros hijos, tenemos el derecho y la obligación de educarlos y se nos debe reconocer como los primeros y principales educadores de los hijos en todos los órdenes.
Este derecho-deber educativo, como señala san Juan Pablo II, “se califica como esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros” (Exh. Ap. Familiaris Consortio n. 36).
Los hijos, que no son un derecho, sino un don (Catecismo de la Iglesia católica n. 2378), no son tampoco propiedad de los padres, como nos recuerda el Evangelio (Francisco, Exh. Ap. Amoris Laetitia n. 18), pero muchísimo menos son “una mera criatura del Estado“ (Pío XI, C. E. Divini Illius Magistri n. 32). Como señala igualmente Francisco, “es muy importante recordar que la educación integral es obligación gravísima, a la vez que derecho primario de los padres. No es solo una carga o peso, sino también un derecho esencial e insustituible que están llamados a defender y que nadie debería quitarles. El Estado ofrece un servicio educativo de manera subsidiaria, acompañando la función indelegable de los padres, que tienen derecho a poder elegir con libertad el tipo de educación […]” (Exh. Ap. Amoris Laetitia n. 84).
En última instancia, el deber-obligación de los padres para la educación de sus hijos, no radica en un título de propiedad, sino en un título de amor (que es lo que hace única y primera fuente de derechos a la relación paterno-filial), porque “no puede olvidarse que el elemento más radical, que determina el deber educativo de los padres, es el amor paterno y materno, que encuentra en la acción educativa su realización […]. El amor de los padres se transforma de fuente en alma, y por consiguiente, en norma que inspira y guía toda la acción educativa concreta […] (Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris Consortio n. 36).

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