Soy un monje cisterciense y escribo desde Marruecos, viviendo mi carisma contemplativo, en medio de un pueblo al cien por cien musulmán. Es importante decirlo, pues es la primera pregunta que surge, tanto entre los cristianos como entre los musulmanes: ¿Qué hacéis? Yo comprendo que así, en frío, cuesta un poco hacerse una idea de cuál es nuestro cometido en una sociedad donde todos son musulmanes. Sería más fácil de comprender si tuviésemos una actividad social específica. Si nos dedicásemos a la enseñanza, o a la sanidad, o a alguna otra actividad que pudiese justificar nuestra presencia en medio de los musulmanes. Nosotros no podemos dedicarnos a ninguna de esas generosas actividades. Nosotros somos monjes contemplativos y nuestra ocupación, como en cualquier monasterio de España, se concreta en el “Ora et Labora” que todos conocen. Voy a intentar, en pocas líneas, explicarlo.
Para comenzar, estoy de monje en la comunidad de Notre Dame de l’Atlas. Comunidad que vivió discretamente en Argelia, en el poblado de Tibhirine, hasta que una noche de marzo, en 1996, un grupo armado de los terroristas del G.I.A. entraron al monasterio y secuestraron a siete hermanos, de los que solamente se recuperarían sus cabezas casi dos meses después. Desde entonces los dos supervivientes que quedaron en Tibhirine, se unieron a los otros tres hermanos que estaban en el monasterio anejo de Fez y continuó la comunidad en Marruecos. De aquellos cinco que continuaron solo queda uno, el Padre Jean-Pierre Schumacher, pero llegamos otros hermanos y ahora somos siete de cinco diferentes nacionalidades. El monasterio se trasladó, en el año 2000, de Fez a Midelt, al pie del Alto Atlas. No me extiendo más en la presentación, pues habrá ocasión de ir compartiendo en escritos posteriores.
Nuestra presencia en el Magreb es una parte de la presencia de la Iglesia en el Norte de África, en una sociedad totalmente musulmana, y donde los cristianos somos todos extranjeros. Para entender cuál debe ser nuestra relación como Iglesia con los musulmanes, nada mejor que aplicar lo que de una forma muy clara y concreta nos dice el Concilio Vaticano II, sobre el Islam, en la Declaración Nostra Aetate: « La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente. Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno. Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y musulmanes, el Sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres ». Y este es el resumen del mandato de la Iglesia en referencia explícita a los hermanos del Islam.
Referente a nuestra actividad misionera, tenemos muy asumido todos los cristianos de esta región del mundo, que no cabe en nuestra actuación ningún tipo de proselitismo, porque aparte de la prohibición expresa de las leyes civiles locales, tenemos muy presente que el proselitismo no es respetuoso con las conciencias, ni es el camino enseñado y practicado por Jesús. Voy a resumirlo de forma muy precisa, con unas palabras de Monseñor Santiago Agrelo, el arzobispo de Tánger que lo resume así: « La forma principal, la más importante, la fundamental de la evangelización, es la vida del discípulo de Jesús. No evangeliza tanto lo que decimos cuanto lo que somos, conforme a la palabra del Señor: « Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo… Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 13-16) » Pues esa es precisamente nuestra misión principal cara al pueblo que nos acoge. Dar a conocer a Cristo con nuestra vida.
A nuestra comunidad de Notre-Dame de l’Atlas desde siempre le ha gustado mucho el comparar nuestra misión como el Misterio de Visitación. Nos gusta leer en el relato de la Visitación (Lc 1, 39-56) el paradigma de la misión. Lejos de toda conquista, la misión es una Visitación. Se trata de la “hospitalidad recíproca” tal como vemos en la visitación de María e Isabel. Este es un tema clave muy meditado por nuestro prior de Tibhirine, Christian de Chergé, el abad trapense martirizado en Argelia en 1996, que se unía así a la tradición espiritual representada antes de él por Charles de Foucauld, por Albert Peyriguère, o por el marroquí franciscano el padre Abd-el-Jalil, entre otros. El p. Christian estaba muy convencido de la acción del Espíritu Santo en el corazón de todas las personas de buena voluntad. El escribía: “Estos últimos tiempos me he dado cuenta de que el episodio de la Visitación es el verdadero lugar teológico- bíblico de la misión en el respeto al otro, en quien ya está trabajando el Espíritu.” Entre sus textos sobre este tema, he aquí un fragmento de la homilía que pronunció en la fiesta de la Visitación, el 31 de mayo de 1993: «La Iglesia vino en este país para una urgencia de servicio, o de presencia… Como María, lleva con ella al Emmanuel. Es su secreto. No sabe cómo decirlo. ¿Ha de decirlo? Y he aquí que a menudo, es el otro – el musulmán – que toma la iniciativa de saludar, como Isabel hablando la primera con la libertad del Espíritu del cual sabemos todo lo que puede manifestar de comunión profunda, más allá que todas las fronteras y diferencias. Entonces sale en nosotros también, una oración irresistible, la de un Magnificat.»
El encuentro de los dos “primos”, ambas embarazadas del misterio de Dios, hace saltar la alegría y el agradecimiento. Christian de Chergé, sugiere que, entre otras cosas, esta imagen es la clave con la que nosotros, como cristianos, deberíamos encontrarnos con otras religiones, con otras personas en el mundo. Él ve la imagen ilustrando este paradigma. El Cristianismo lleva a Cristo en su seno, y otras religiones, otras personas, llevan también algo divino, un “primo” divino, uno que señala a Cristo. Y reconoceremos su parentesco, aunque inconscientemente, cuando lo que llevamos haga saltar alguna cosa de gozo en el otro y esa reacción ayude a hacer surgir el “Magníficat” fuera de nosotros; y, como María, queramos permanecer con ese otro para ayuda mutua. Christian de Chergé nos indica la atención al otro en este comentario: “Al fin, si estamos atentos, si situamos nuestro encuentro con el otro atendiendo y deseando encontrarnos con el otro, y necesitando al otro y lo que tiene que decirnos, es posible que el otro vaya a decirnos algo que conectará con lo que llevamos, algo que revelará complicidad con nosotros… permitiéndonos ampliar nuestra Eucaristía”.
El encuentro es en la casa del otro, como María en casa de Isabel. Por eso somos nosotros los que debemos hacer el camino que nos conduce al otro. Y, como María, somos portadores de un misterio que nos sobrepasa y que debemos vivir en el silencio y en la contemplación… No podemos explicar misterio que vivimos, no tenemos palabras para decirlo… Cuando surge el encuentro con el otro surge la alegría, la comunión de lo que cada uno llevamos dentro. El Espíritu es el artífice del encuentro, posibilitando la acción de gracias por los frutos recibidos, frutos que son siempre sorprendentes. Se vive así el apostolado del encuentro. Si el Espíritu, nos conduce, en nosotros brota la alegría cuando nuestros corazones se abren al misterio del otro. Nosotros mismos, situados en este nivel de verdad, atentos al encuentro con el otro y a recibirle tal y como es, nos unimos desde lo que llevamos, experimentando una comunión verdaderamente espiritual. Nuestra alegría será cada vez mayor, cuando la vida de nuestros hermanos en humanidad crezca y se desarrolle no sólo siguiendo nuestras expectativas, sino la obra del Espíritu que mora en ellos. Y el Espíritu, nos hace entrar en la gracia del servicio gratuito, en donde la relación es puro respeto, don sin prejuicio, compartiendo las alegrías y las penas. Acogiendo con respeto, el camino del otro.
Y también nosotros estamos necesitados del otro. No venimos solamente a dar, sino también a recibir. El p. Christian nos lo explica así: “Sabemos que esos a los que hemos venido a encontrar son como Isabel: son portadores de un mensaje que viene de Dios. Nuestra iglesia no nos dice y no sabe lo que es el exacto vínculo entre la Buena Noticia que llevamos y el mensaje que da vida al otro. …Puede que nosotros nunca conozcamos lo que es ese vínculo, pero sí sabemos que el otro es también portador de un mensaje que viene de Dios”.
Así pues, poco a poco, descubrimos que en la misión, lo que es primero, no es la conversión del otro, sino nuestra propia conversión. Viviendo, simplemente, el misterio que nos habita. Velando atentamente para no estorbar el trabajo del Espíritu. Sabiendo que lo que importa, no son mis palabras, sino las del otro, que me dicen lo que vive. Es lo que debo escuchar y acoger. A partir de eso, si el contexto es favorable, podemos dialogar más, ir avanzando… Tenemos, en efecto, cosas que decimos de nuestras experiencias espirituales.
Esperando la fecha de la posible pronta beatificación de nuestros hermanos mártires de comunidad, junto con los mártires de Argelia, tenemos más presente que nunca el testimonio de nuestros hermanos monjes. En efecto, murieron hace 21 años. Los secuestraron un 26 de marzo de 1996, inmediatamente después de la fiesta de la Anunciación. Y 56 días más tarde, el 30 de mayo, en la víspera de la fiesta del Visitación, se encontraban sus cabezas…
Su sacrificio nos muestra que la parte fundamental de la misión no es tanto lo que podemos hacer o decir, sino nuestra calidad de vida, nuestra calidad de ser, nuestro amor ilimitado. Se situaron simplemente como «hombres de oración en medio de hombres de oración». Estaban habitados por el Cristo y su muerte hizo estremecer hasta el fondo, a aquellos que venían a visitar…Su sacrificio y el de otras hermanas y hermanos cristianos – conocidos y desconocidos – es un don de Dios a la Iglesia. Una luz que da sentido al sacrificio de numerosos cristianos que, cada día, discretamente, dedican su vida al servicio de sus hermanos musulmanes.
El prior de Thibhirine explicaba a las religiosas presentes en Marruecos, a quienes predicó un retiro espiritual en 1990. Les decía: “Hemos venido aquí un poco como María… En primer lugar para ayudar, para prestar un servicio. Al fin y al cabo, era su primer deseo… Pero también traemos la Buena Noticia… Y ¿cómo hacer para comunicarla? Sabemos que éstos que venimos a encontrar son un poco como Isabel, que encierran también ellos un mensaje que viene de Dios… Vamos hacia ellos sin saber cuál es la relación [entre Cristo y el Islam]”. Continúa, evocando el encuentro de las dos mujeres: “El sencillo saludo de María hizo vibrar algo, hizo vibrar a alguien dentro de Isabel. En esa vibración algo se dijo, que era la Buena Nueva; no completa, pero lo que de ella podía percibirse en aquel momento”. Y evoca con sensibilidad el estremecimiento de los dos niños en el seno de las mujeres, como si se reconocieran.
Saca una lección importante para el encuentro interreligioso: “Si estamos atentos, si nos situamos a ese nivel, nuestro encuentro con el otro – con el musulmán, con atención y con voluntad de llegar a él… también con esa necesidad de lo que él es y de escuchar lo que él tiene que decirnos… –ciertamente, nos dirá algo en relación con lo que portamos – la Buena Nueva – mostrará un secreto acuerdo con ella y nos permitirá ensanchar nuestra Eucaristía”