Es urgente que los cristianos digan a los sacerdotes quiénes son. Es urgente que dejen de pedirles que sean amigos simpáticos o managers eficaces. ¡Hoy me gustaría que cada cristiano saliera en busca de un sacerdote y le diera las gracias por lo que es! No por lo que hace, sino por lo que es: ¡un hombre radicalmente entregado a Dios!
Cuando leí este párrafo extraído del libro recientemente publicado “Se hace tarde y anochece” del Cardenal Robert Sarah, me sentí obligado a seguir esta invitación y contactar con aquellos sacerdotes que conocía y agradecerles “que sean lo que son”. Pero me pareció tan importante y tan profunda la reflexión que quiero extender este agradecimiento a todos aquellos que no conozco y que puedan encontrarse con estas palabras escritas desde lo más hondo de mi alma.
Gracias por lo que hacéis, pero sobre todo por lo que sois; porque participáis del mismo espíritu de Jesucristo que se entregó por la Iglesia, que perdió su vida por amor al hombre. Porque ver a hombres que se hacen eunucos voluntariamente por el Reino de los Cielos (Mt. 19,12) es mostrar al mundo algo sobrenatural, que confunde a aquellos que solo tienen puestos sus ojos fijos en este mundo.
No hace demasiados años los sacerdotes eran admirados y respetados. No había mayor alegría en una familia que alguno de sus hijos fuera llamado a la vida sacerdotal. Por la configuración del sacerdote con Cristo era costumbre –desgraciadamente en vías de caer en desuso– besar sus manos consagradas.
En estos tiempos, por el contrario, vestir de clergyman o sotana es un acto heroico. Aunque la inmensa mayoría de ellos son pobres, castos y obedientes, los pecados de algunos han introducido la sospecha sobre todos.
Sin embargo, cruzarte con un sacerdote por la calle es como escuchar un anuncio de amor del mismo Cristo. Un grito que te recuerda que Dios existe y te ama, que quiere que resucitemos con Él y que busquemos las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col. 3, 1-4).
Satanás contempla orgulloso cómo hemos ido apartando a nuestros mayores en residencias o cómo hemos alejado los cementerios y los hospitales de la ciudad. Hemos aprendido la lección del maligno y por eso todo aquello que nos haga pensar en la fragilidad de la vida, en el paso del tiempo, en la muerte o el sufrimiento debe ser marginado de nuestra vida. En idéntico sentido, ha conseguido que el cristianismo sea relegado a la esfera estrictamente privada y que las opiniones de los presbíteros sean postergadas al ámbito rigurosamente doméstico.
Santa Catalina de Siena pone en boca de Jesucristo estas palabras: “no quiero que mengüe la reverencia que se debe profesar a los sacerdotes, porque la reverencia y el respeto que se les manifiesta no se dirige a ellos, sino a Mí, en virtud de la Sangre que yo les he dado para que la administren. Si no fuera por esto, deberíais dedicarles la misma reverencia que a los seglares, y no más… No se les ha de ofender: ofendiéndolos se me ofende a Mí y no a ellos. Por eso lo he prohibido, y he dispuesto que no admito que sean tocados mis Cristos.” (Santa Catalina de Siena, El Dialogo cap. 116; Cfr. Ps CIV, 15).
El sacerdote es Ipse Christus, el mismo Cristo. ¡Doy gracias por ellos! Sigamos rezando para que Dios envíe obreros a su mies que sean santos y felices; y para que viéndolos a ellos descubramos el rostro mismo de Jesús.