Migrañas migratorias

Raúl Gavín
18 de septiembre de 2019

 

Una de las noticias que acaparó durante muchas semanas el interés de los medios de comunicación el pasado verano, fue un nuevo episodio de la crisis migratoria en Europa, protagonizado esta vez por Proactiva Open Arms (POA), una conocida ONG española dedicada al rescate en el mar de migrantes que intentan llegar a las costas europeas.

Reconozco que me lo pensé más de una vez antes de decidir escribir sobre un tema tan espinoso como este. La regulación de la inmigración de personas comprende numerosísimas aristas que conceden a esta materia un plus de complejidad. Intentar ofrecer algo de luz al respecto me pareció presuntuoso por mi parte; más aún, cuando son tantos y tan reconocidos los autores que han dedicado en los últimos tiempos razonadas reflexiones sobre la materia. Desde el Papa Francisco hasta gobernantes de todas las naciones, organizaciones internaciones, filósofos, periodistas, cronistas políticos, pocos son los que se han resistido a pronunciarse sobre un tema tan palpitante.

Por eso, para ordenar mis ideas y conformar mi parecer sobre este extremo, acudí a las escrituras y al magisterio de la Iglesia para que fuera nuestra Madre quien pusiera luz sobre tal extremo. Ahí encontré algunas perlas que me ayudan a centrar mi conciencia y que deseo compartir sin más pretensión que poner voz a ciertas evidencias que, a menudo, quedan silenciadas.

En primer lugar, todos los cristianos somos peregrinos y forasteros. Somos “extranjeros en tierra extraña”, como reza el libro que leí recientemente cuyo autor es el arzobispo Charles Chaput, arzobispo de Filadelfia. El título de la obra se pregunta cómo pueden sentirse los católicos en un mundo post cristiano. Y se responde a sí mismo diciendo que se sienten como extranjeros en tierra extraña. San Juan insiste en su evangelio que los que seguimos a Cristo estamos en el mundo, pero no somos del mundo (Jn. 17, 11 y ss.); y San Pablo recalca que nuestra verdadera patria está en los cielos (Flp. 3,20) y que aquí no poseemos una morada estable, sino que estamos en camino hacia la futura (Hb. 13,14). La Carta a Diogneto, del siglo II, define a los cristianos como hombres que «habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña»

Así pues, debo incluirme a mí mismo y a mi familia como extranjeros acogidos en un mundo extraño; que se presenta hostil para nuestro matrimonio y nuestros nueve hijos casi siempre, especialmente cuando pretendemos llevar una vida familiar conforme a la propuesta de Jesucristo. En este sentido, compartimos con los migrantes el sentimiento de habitar una tierra extraña y el anhelo de alcanzar un nuevo cielo y una nueva tierra donde no haya más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron (Ap. 21,1 y ss.)

En segundo lugar, el punto 2241 del catecismo de la Iglesia Católica establece: “Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben. Las autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen a su cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes de los emigrantes respecto al país de adopción. El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas.”

Es extraordinaria la sabiduría de la Iglesia que en unas pocas líneas es capaz de condensar lo que a mi juicio es el quid de la cuestión. Las personas y los gobiernos de las naciones más prosperas tienen el deber de auxiliar a quienes sufren y demandan su acogida, pero, a su vez, también estos últimos están obligados a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge y a obedecer sus leyes. Es decir, se establecen obligaciones para las dos partes de manera que esta acogida será exitosa en la medida que se respeten estas premisas. La Iglesia, por tanto, no se detiene en aspectos únicamente sensibles que pudieran hacernos concluir que debe acogerse a todo ser humano que lo precise sin ningún tipo de limitación o salvaguarda. Al contrario, establece condiciones para la referida acogida. Así pues, la obligación de hospitalidad no es ilimitada, sino que pueden establecerse límites a la misma.

¿Quién no velaría por conocer quién es la persona que va a visitar su casa? Me consideraría un mal gobernante y un pésimo padre si no procurara que las personas que frecuentan mi hogar fueran una adecuada influencia para mis hijos y que además respetaran las normas propias de convivencia establecidas en el seno familiar. De igual manera, espero de mis gobernantes que investiguen cuáles son las intenciones de los inmigrantes que se acercan a nuestro país para que acojan cordialmente a los que buscan una oportunidad de mejorar sus condiciones vitales y familiares y rechacen a quienes alberguen intenciones contrarias o incompatibles con el bien común de nuestra sociedad.

Cuando se habla de inmigración, es común escuchar que la posición de la Iglesia es de caridad incondicional hacia quienes entran en la nación, legal o ilegalmente. Esto es cierto. Pero desde los primeros siglos, la Iglesia ha diferenciado entre esta caridad y la necesidad de establecer ciertos límites necesarios a los procesos migratorios.

Ya en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino establecía claramente los límites de la hospitalidad debida a los extranjeros y que los inmigrantes no son todos iguales, porque las relaciones con los extranjeros tampoco lo son: existen relaciones que son pacíficas y otras que son bélicas.

San Juan Pablo II ahondaba en esta idea cuando señalaba que “es responsabilidad de las autoridades públicas ejercer el control de los flujos migratorios considerando las exigencias del bien común”

Por último, Francisco acostumbra a relacionar el problema migratorio al invierno demográfico de los países más desarrollados. En la entrevista que concedió hace algunos meses al periodista Jordi Évole me encantó escuchar una de sus sentencias más lúcidas: “Europa se ha ensimismado, ya no tiene hijos, ni quiere recibir inmigrantes”.

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