Hace exactamente 11 años disfruté de uno de los días más felices de mi vida, contraje matrimonio en un entorno muy especial, la Sierra de Majalinos en la Comarca de las Cuencas Mineras de Teruel. El mismo día de mi boda familiares y amigos caminamos en peregrinación a la ermita de San Bernabé entre bosques de pinos y carrascas. Por este y otros motivos para nuestra familia esta excursión tiene un significado especial. La repetimos habitualmente caminando, corriendo o en bicicleta y nos sirve para reflexionar, recordar y compartir.
Un año después de mi boda, en el verano de 2009, un devastador incendio arrasó 14.000 hectáreas en el incendio de Aliaga, convirtiendo en paisaje lunar cada uno de sus espectaculares rincones. Una tormenta eléctrica produjo un gran número de focos de incendio en una noche de elevadas temperaturas. Pueblos enteros, como La Cañadilla, totalmente arrasados por las llamas. Vecinos pusieron en riesgo sus vidas por salvar sus casas. Fauna y flora de incalculable valor, perdidas.
Los incendios sufridos por todo el mundo han sido titular de medios de comunicación durante todo este verano. ¿Qué podemos hacer? No deseo a nadie que llore, como nosotros lo hicimos, por ver convertidos en humo tantos recuerdos, recursos y naturaleza. En definitiva, parte de nosotros.
Este verano, 10 años después del incendio, nuestra familia realizó la clásica excursión. Siempre que vamos cuento con cariño a mis hijos los grandes árboles que cerraban en sombra el camino por donde pasamos. Que tendíamos la manta para merendar en bosques por donde las ardillas saltaban sobre nosotros.
Y ellos mismos preguntaron: «¿qué podemos hacer?»
Anduvimos hasta una zona de monte donde se plantaron nuevos árboles tras limpiar el monte calcinado. Exactamente se plantaron miles de encinas y pinos. Pero apenas se ven unos tubos verdes de plástico que sobresalen del suelo y afean el paisaje, lleno ahora de aliagas, tomillo y lavanda, entre otros matojos rastreros. Miles de árboles que solo ocupan 72 hectáreas de las 14.000 calcinadas.
Cuando le expliqué a mis hijos que, además de esa mísera proporción entre lo plantado y lo calcinado, no todos sobrevivirían hasta ser grandes árboles, sus ojos brillaron de lágrimas. «¿Qué podemos hacer?» Me repetían.
Ese mismo día decidimos ir a recolocar los tubos verdes que se habían caído o movido por las tormentas. Estos tubos protegen los brotes de árboles plantados para que no se los coman los jabalís, corzos u otros animales. Por tanto, su buena colocación es vital para que los pequeños árboles crezcan.
Tras un buen rato, apenas habíamos podido atender un par de bancales, lo que suponía unos cientos de árboles, de unos miles plantados, de los millones de árboles calcinados aquel verano de 2009.
Al volver, creo que mis hijos entendieron la magnitud del desastre que puede tener la imprudencia, la mala intención o cualquier mala praxis que facilite un incendio, así como la dificultad de recuperación del medio natural.
¿Qué podemos hacer? Como siempre, la educación significativa es una de las mejores formas para intentar cambiar el futuro con pequeños actos que sumados en miles sí que podrán salvar otras miles de hectareas de nuestros bosques.