Los países enriquecidos, nos guste o no, somos los primeros y principales responsables del cambio climático en sus aspectos más dramáticos. Los países empobrecidos son las víctimas de nuestro derroche incontrolado al servicio de nuestra comodidad. A estos les robamos sus materias primas, sus bosques, su modo de vida, su cultura y les endosamos los despojos de nuestro consumo desbocado.
Por eso hablamos de países enriquecidos y no de países ricos. De países empobrecidos y no de países pobres. Ningún país es pobre o rico por sus recursos naturales. Sí son recursos naturales distintos y complementarios. Con sus recursos naturales se podría vivir dignamente en todos los países. Si se compartieran sin los abusos de los países enriquecidos. Y si los progresos humanos, técnicos, científicos se pusieran siempre al servicio de todos los países en un intercambio solidario.
Esto es un sueño que nunca se ha hecho realidad y que probablemente nunca se hará. Porque la persona humana y nuestros egoísmos personales y sociales son lo que son. Aunque también es verdad que siempre ha habido y habrá una levadura que ha hecho, hace y hará posible mantener viva la antorcha de la solidaridad y del amor en las relaciones humanas personales y sociales. Estamos llamados a que esa levadura de solidaridad amorosa o de amor solidario siga trabajando por una realidad más justa, más humana.
Y aquí nos encontramos con una porción de levadura transformante que se llama ciudadanía ecológica. Un concepto que tiene años de existencia y que invita a un modo distinto de vivir y de relacionarnos con la naturaleza y con los otros. Y, entre cristianos y todo creyente, con Dios.
Este concepto nos lo recuerda Francisco en su Encíclica Laudato si’, sobre el cuidado de la naturaleza, (LS) en sus números 209-211. Nos habla de la educación ambiental llamada a crear una ciudadanía ecológica. Con la finalidad de cultivar “los distintos niveles del equilibrio ecológico: el interno con uno mismo, el solidario con los demás, el natural con todos los seres vivos, el espiritual con Dios” (LS 210). Ciudadanía ecológica, es decir, ciudadanos ecológicos. Ciudadanos con conciencia ecológica.
La ciudadanía ecológica comienza por partir del principio de que la naturaleza no es una mera fuente de recursos para vivir más cómodamente los que puedan beneficiarse aquí y ahora. Esta visión nos ha enseñado ya que esos recursos no son inagotables ni su uso inocente y que la naturaleza ya se ha revelado contra esa concepción.
La ciudadanía ecológica, no la ecología pura y dura de despachos o de extremos imposibles, se va creando cuando somos conscientes de que habitamos una casa que es común: de los que hoy la habitamos y de los que la habitarán mañana. Cuando aceptamos que lo que hago aquí, a mi alrededor, influye positiva o negativamente en mi entorno y en el mundo.
El ciudadano ecológico piensa en su relación con su entorno inmediato, cercano, pero también en su relación con la totalidad del planeta. En primer lugar, dicen los expertos, tiene la plena conciencia de que sus acciones (pero también las de los políticos locales y las empresas instaladas en su entorno), afectan directamente al reducido ámbito de lo local. Pero en segundo lugar también es consciente de que la sostenibilidad trasciende lo local y se extiende a todo el planeta.
Para bajar ‘a pie de calle’, que es lo nuestro, propongo este texto de Francisco que, sin emplear el término ciudadano ecológico, lo presenta con hechos sencillos y diarios: “Si una persona, aunque la propia economía le permita consumir y gastar más, habitualmente se abriga un poco en lugar de encender la calefacción, se supone que ha incorporado convicciones y sentimientos favorables al cuidado del ambiente. Es muy noble asumir el deber de cuidar la creación con pequeñas acciones cotidianas, y es maravilloso que la educación sea capaz de motivarlas hasta conformar un estilo de vida. La educación en la responsabilidad ambiental puede alentar diversos comportamientos que tienen una incidencia directa e importante en el cuidado del ambiente, como evitar el uso de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, separar los residuos, cocinar sólo lo que razonablemente se podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces innecesarias. Todo esto es parte de una generosa y digna creatividad, que muestra lo mejor del ser humano. El hecho de reutilizar algo en lugar de desecharlo rápidamente, a partir de profundas motivaciones, puede ser un acto de amor que exprese nuestra propia dignidad” (LS 211).