Para vivir no hace falta mucho ruido. Pero, a nuestra sociedad, le parece necesario porque vivimos rodeados por fuera y llenos por dentro de ruido, de ruidos, de estridencias que nos impiden ver lo esencial de la vida y nos atan a lo superficial. Para vivir humanamente necesitamos el silencio.
Para no dejarnos llevar desde fuera, para ser nosotros mismos, el silencio es compañero imprescindible. El silencio nos reconcilia con nuestro verdadero yo. Nos capacita para reflexionar sobre quiénes somos, cómo vivimos, qué estamos buscando en la vida…
Para vivir abiertos a los demás, para acercarnos a ellos con respeto y ternura, hemos de contemplarlos atentamente. En silencio. El ruido no nos lo permitirá. Un corazón dominado por el ruido no tiene espacio para los demás. Ni para uno mismo. El silencio nos ayuda a una relación correcta, abierta, sensible, a los demás.
Para sentir la vida, la naturaleza, el cielo, un atardecer o un amanecer, el silencio es el ambiente que posibilita la contemplación. Y hace que la disfrutemos. Como se disfruta un paseo en silencio, incluso por caminos recorridos mil veces. El silencio nos ayuda a contemplar tanta belleza como nos rodea. Y a agradecerla.
Para escuchar al otro, su palabra, sus alegrías o sus penas, su esperanza o su desilusión, el silencio es el que verdaderamente escucha. El silencio, perceptible como escucha atenta por el que se ha confiado a nosotros, hace que se sienta escuchado sin decirlo. El silencio, a veces, puede ser más elocuente que una respuesta apresurada. Si el otro nos descubre su interior con su palabra verdadera y desbordante, balbuciente o indecisa, nuestro atento silencio lo acogerá y él se sabrá acogido. Y podremos decir respetuosamente una palabra sin juzgar ni clasificar al otro y su realidad. Donde no actúa primero el silencio, no puede haber verdadera comunicación, diálogo auténtico.
El silencio interior y exterior, contemplativo y fecundo, nos permite escuchar y acoger los gritos de los crucificados por la injusticia humana o los dolores de la vida. El silencio no es soledad egoísta, ni pasividad ante los demás, ni refugio falsamente consolador ante la dolorosa realidad.
El silencio es el primer servicio que podemos ofrecer a los demás. Es nuestra primera contribución. Porque el silencio, querido, buscado, ejercitado, nos enriquece a nosotros mismos; nos capacita para apreciar lo más noble de la existencia: el amor, el bien, el amor, la alegría, la belleza; nos sensibiliza ante el dolor ajeno contemplado y meditado. Nos hace mejores servidores de todos, más disponibles y verdaderos.
El silencio es fecundo, nos hace solidarios y creativos. Nos ayuda a no convertirnos en seres egoístas, inútiles para los demás, incapaces de acoger, gozar y agradecer lo bello de la vida. Nos hace más fuertes ante el dolor y el sufrimiento.
Solo en el silencio escucharemos al Señor: “Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor” (Lam 3,26). La oración convierte el silencio en contemplación del Señor, en escucha de su Palabra, en inmersión en su Presencia, en un espacio lleno de nombres…
¿Será por esto que tantos tenemos miedo al silencio? “Nos preocupa tanto ser útiles, eficaces y poseer el control que la inutilidad, la ineficacia y los momentos incontrolables nos asustan y nos empujan directamente de vuelta a la seguridad de tener algo importante que hacer, huyendo del silencio”. “Al silencio se le teme y, por eso, se rechaza, se margina, porque es una experiencia incómoda, pues pone al ser humano frente a sí y, cuando hace acto de presencia, no hay posibilidad alguna de escapar o de huir por la tangente”.
Hoy, cuando los mensajes y la información son tan abundantes, el silencio se hace esencial para discernir lo que es importante de lo que es inútil y superficial. Acostumbrados al ruido y a la agitación, no sospechamos el bienestar del silencio y la soledad. Ávidos de noticias, imágenes e impresiones, se nos ha olvidado que solo nos alimenta y enriquece de verdad aquello que somos capaces de escuchar en lo más hondo de nuestro ser.
“¡Silencio, se rueda!” de las películas, se convierte en “¡Silencio, se vive!” de la realidad. ¡Silencio para poder vivir!