Lo importante en la tarea educativa de los jóvenes y niños no es tanto el conjunto de conocimientos que adquieran tras su paso por el sistema educativo, sino los criterios con que les hayamos dotado para hacer un uso adecuado de los mismos en orden a la construcción de su propia personalidad.
Construir personalidades fuertes no es tarea fácil. Pero pasa por presentar a las nuevas generaciones reglas válidas de conducta con las que conducirse por su vida. Este es uno de los mayores retos a los que, en los momentos actuales, se enfrenta la escuela católica: ofrecer cimientos personales sobre los que armar la personalidad de los niños y jóvenes a través de una educación que sea capaz de conjugar momentos para la enseñanza con momentos para el aprendizaje. Ese es el reto: humanizar la educación, “transformarla en un proceso en el cual cada persona pueda desarrollar sus actitudes profundas, su vocación y contribuir así a la vocación de la propia comunidad” (Congregación para la Educación Católica, Educar al humanismo solidario n.8).
El desarrollo de una personalidad madura necesita así de raíces, cimientos, certezas, lugares creíbles sobre los que construir la misma. Y así es como Francisco nos traslada a los educadores un gran compromiso en nuestra acción educativa con las nuevas generaciones: “Darles raíces desde donde sujetarse para que puedan llegar al cielo. Para que puedan ser alguien en la sociedad. Darles raíces para que se agarren y no los tire abajo el primer viento que viene” (XXXIV Jornada Mundial de la Juventud. Discurso del Santo Padre con ocasión de la Vigilia con los Jóvenes. Panamá 2019).
De eso se trata, de mirar a los niños y jóvenes con los ojos de Dios, de abrazarlos tal y como se nos presentan, desde todas y cada una de sus necesidades, que son todas especiales, para desde ahí acompañarlos en su crecimiento personal con la mirada puesta en la certeza del mensaje de esperanza contenido en el Evangelio.
