Emmanuel Mounier (1905-1950) renunció a una carrera académica con expectativas brillantes, al detectar una gran urgencia en las sociedades europeas cuando él era un joven estudiante de Filosofía en el Paris de los años treinta. Veía que Europa se resquebrajaba, que la civilización occidental se hacía trizas en aquella época convulsa del siglo pasado. ¿Dónde vislumbró una solución posible? En rehabilitar el concepto de persona, en volver a pensar al ser humano desde esa forma de existencia particular y propia que tenemos los hombres y las mujeres (“persona varón” o “persona mujer”, le gustaba decir a Julián Marías), y que es la existencia personal. Porque el hombre es persona, existe como persona, y está llamado a desarrollar su vida como persona partiendo del descubrimiento de la riqueza que tal modo de ser supone; se trata de algo enorme y ciertamente precioso, si nos paramos a pensarlo.
Mounier iniciaba así un importante movimiento intelectual al que llamó Esprit, difundido por la revista del mismo nombre -cuyos ejemplares al completo, por cierto, tenemos en la Biblioteca del Centro Regional de Estudios Teológicos de Aragón gracias a la donación de un ciudadano francés-. El objetivo de Esprit era pensar en profundidad lo que significa ser persona, en todas las dimensiones que la persona encierra; buscaba así restituir esta idea real en que consiste el hombre, dada la urgencia que veía en ello. Tal movimiento se llegó incluso a plantear convertirse en partido político, pero pronto se descartó la idea.
A Emmanuel Mounier le inquietaba sobremanera el individualismo reinante en su tiempo, y una de las cuestiones que más subrayó al profundizar de nuevo en la persona fue la del contraste entre individuo y persona. Destacaba que la persona es, naturalmente, individuo, pero individuo que se caracteriza por la apertura como algo inherente a su ser. ¿Apertura, a qué? ¿A quién se abre –nos abrimos- la persona? Fundamentalmente, a su dimensión interior (su vida íntima, su alma; la persona tiene “adentros”), a las demás personas y al mundo en el que vive; pero también a cuanto la supera y trasciende, es decir, a las grandes preguntas, al misterio, a lo totalmente otro, que se le presenta muchas veces con rostro personal, como la Persona con mayúsculas. Y es aquí donde la persona descubre a la Persona como un Tú a quien interpelar y por quien dejarse interpelar, como Tú en quien descansar, en quien apoyarse y en cuyas manos depositar la vida entera.
Es evidente, entonces, que la persona es alguien, y no algo, y que su valor es grande, tanto, que el filósofo de la Ilustración Immanuel Kant se refiere a la dignidad de la persona como el valor absoluto de la misma, destacando que la persona es un fin en ella misma y nunca un medio para algo o para otras personas. Y que no puede haber categorías ni medidas en esta cuestión de la dignidad personal, pues si las hubiere, los de mayor rango arrinconarían a los de categoría inferior y terminarían deshaciéndose de ellos, como ha pasado tantas veces a lo largo de la historia de la humanidad. Por esto mismo veía Mounier, al iniciar el segundo tercio del siglo XX, que profundizar en el estudio de la persona era de una urgencia enorme; y no podemos menos que recordar estas cuestiones tan primordiales al terminar la segunda década del XXI.
¿Dónde está la urgencia hoy? En el individualismo reinante, desde luego, pero también en las confusiones sobre el tema, de las que permanentemente se hacen eco los medios de comunicación o escuchamos casi a diario en conversaciones cotidianas. Aunque las noticias corren como relámpagos, recordamos como ejemplo las declaraciones enrevesadas que una deportista famosa, propuesta para una candidatura política en las elecciones de la próxima primavera, hacía el pasado mes de enero. Los ejemplos podrían ser muchos. Vayamos, sin más, a los hechos, entre los que sólo me referiré a las demandas de reconocimiento de “personalidad” para algunos animales. Desde la aprobación en el Congreso de los Diputados de una proposición no de ley apoyando el proyecto Gran Simio, en 2008, dicha demanda no hace más que crecer. Tenemos un gran reto las personas hoy. Sobre todo, para no olvidar que el respeto a la vida –y, naturalmente, también a la vida animal- es un deber moral de primer orden. Pero de ahí a estos reconocimientos que hoy se reivindican partiendo de planteamientos desenfocados, hay un largo trecho. Por eso, la urgencia que Mounier “palpaba” entonces se ha transformado en emergencia para nosotros, casi noventa años después. El tema pide profundización, estudio y compromiso.