A menudo me pregunto qué debemos hacer los cristianos y la Iglesia en general para atraer de nuevo a nuestros jóvenes a la hermosa aventura del matrimonio cristiano.
No descubro nada si constato que cada vez son menos las parejas que se casan, y menos aun las que lo hacen por la Iglesia. Y todo esto está pasando a una velocidad de vértigo.
Tal vez nos está pasando lo que decía Nietzsche de los cristianos: «Los cristianos deberían tener cara de redimidos para que podamos creer en su Redentor».
Los matrimonios cristianos, entre los que me encuentro, somos iguales a los demás. La etiqueta de cristiano no nos exime de debilidades, de dar mal ejemplo en ocasiones, ni mucho menos, nos evita el zarpazo del dolor. Pero tenemos una fuerza que nos acompaña, una luz que guía nuestro camino de fidelidad y felicidad. Y es que no somos dos, somos tres y con Cristo en nuestra vida, el horizonte del matrimonio cambia radicalmente. La gracia del sacramento es un hecho real que los casados ante Dios podemos certificar.
Debemos volver a hacer atractivo el matrimonio cristiano. Con el ejemplo, que es importante, pero también con la palabra porque tenemos que saber dar razón de nuestra esperanza.
Hay que volver a sacar brillo a la idea de «querer» más que a la de «aguantar» (expresión muy usada en otros tiempos y bastante deprimente, por cierto).
El matrimonio no es más que el compromiso de «querer querer» al otro siempre, pase lo que pase. No prometemos seguir sintiendo lo mismo, ni si quiera prometemos comprender a la otra persona, prometemos querer, desde la libertad, pero querer, y ahí entra la voluntad. Y para cuando se pueda hacer cuesta arriba y la voluntad flaquee, está la gracia, porque Dios nos acompaña siempre en el camino.
El matrimonio cristiano es una vocación radical, que abarca la vida entera y como tal hay que tomarlo.
Es el modo en el que la gran mayoría nos santificamos y nos ganamos el cielo. ¿Nos lo vamos a perder?