El sábado 4 de noviembre, las delegaciones de Migraciones y Pastoral Obrera celebramos conjuntamente una jornada de oración en memoria de las personas inmigrantes y trabajadoras fallecidas, unas en su exilio, otras en su lugar de trabajo, pero todas en su lucha por alcanzar una vida digna, para ellas y sus familias.
En esta celebración hacemos memoria de nuestros difuntos teniendo presentes, junto a nuestros seres queridos, a tantas personas migrantes y refugiadas que fallecen en su intento por acceder a una vida mejor y a tantos trabajadores y trabajadoras fallecidas en accidente laboral.
Sólo en lo que va de año se contabilizan más de 2.700 fallecidas en el Mediterráneo, el mayor cementerio de migrantes del mundo; a los que habría que añadir los que van quedando a lo largo de sus largas y dramáticas travesías. También traemos a nuestra memoria las víctimas de accidentes de trabajo, que hasta agosto de este año eran más de 23 fallecidos, más otros 92 de accidentes graves o muy graves, cuyo desenlace no recogen las estadísticas. Y no podemos olvidar que detrás de cada una de estas víctimas hay familias, personas, amistades… que sufren por esas muertes injustas y prematuras.
La celebración está envuelta en un certidumbre profunda: la vida es sagrada y no hay nada, ni nadie que esté por encima del ser humano y de su existencia. Y ello sin olvidar que la fragilidad de la condición humana hace que la muerte sea una posibilidad en la vida; pero también convencidos de que tenemos que hacer todo lo posible por evitarlas cuando sea posible.
Por eso no podemos dejar de preguntamos si tanto dolor es una fatalidad inevitable o podemos evitarlo. Y la mayoría de las veces descubrimos que no se trata de ninguna fatalidad, sino que son resultado de opciones y decisiones humanas que, en consecuencia, podemos cambiar. En unos casos porque olvidamos que solo hay un mandamiento, amar, y solo un pecado, ignorar al otro, y fruto de esa indiferencia es la muerte de tantas personas migrantes y refugiadas que fallecen, sin que las políticas adoptadas por nuestros gobiernos opten por evitarlas, y además cuenten con el apoyo de nuestro silencio cómplice.
Por otra parte, vemos que hoy tenemos los conocimientos, los recursos y los medios necesarios para evitar la inmensa mayoría de esas víctimas, ya sea en sus travesías, ya en los lugares de trabajo, y si no lo evitamos es porque olvidamos, en nuestra vida cotidiana, que la persona debe ser siempre lo primero, y colocamos en su lugar el dinero, los beneficios, nuestros intereses y bienestar material…
La celebración recuerda, también, que la muerte no es el final del camino sino el comienzo de otra etapa, de otra manera de vivir. Aunque la muerte puede hacerse final del camino si:
- ante los atentados contra la dignidad de la persona respondemos desde la indiferencia, ya sea individual o global;
- ante una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo, que reduce a las personas a objeto y mercancía, les priva de toda dignidad y desprecia la vida, nos refugiamos en una ceguera tranquilizadora
- ignoramos que nuestro sistema se levanta sobre la injusticia y el sufrimiento que produce, y se legitima mediante una nueva religión, la del mercado, y sobre la idolatría del dinero; que genera buena conciencia en los que ganan, pero que se olvida de las víctimas que produce.
- colaboramos al crecimiento de las injusticias, las desigualdades, el odio… por acción u omisión…
Por el contrario, colaboramos a que la muerte no sea el final del camino, cuando tomamos conciencia de que el amor y la compasión requieren una manera nueva de relacionarnos con el sufrimiento que hay en el mundo, y reclaman justicia para erradicar las causas que lo generan. Esta clave difícilmente podemos descubrirla cuando nos limitamos a comportarnos desde el legalismo vigente en el sistema o desde marcos morales y/o religiosos que nos permiten vivir con la conciencia tranquila.
Esa mirada vigilante al sufrimiento de las víctimas es la que nos puede arrancar de la indiferencia y el autoengaño. No será el final del camino cuando reconozcamos la responsabilidad que todos tenemos en que la dignidad del trabajo esté por encima de los intereses económicos y que “el trabajo es para la vida y no para la muerte”. O cuando ante la frialdad, el silencio y el vacío reinante por las personas migrantes y refugiadas fallecidas en el paso del Estrecho, y en otros muchos pasos, nuestro amor y la misericordia se conviertan en indignación y denuncia, y nos pongamos a combatir la indiferencia de la sociedad, y a construir un mundo en que todos nos reconozcamos como hermanos, iguales y diferentes, conviviendo en paz.