Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

Dos destellos en la eternidad

14 de marzo de 2025

Sol y Luna. Fuego y hielo. Verano e invierno. Día y noche. Así era su existencia: una danza de contrarios que jamás se repelían, pues se buscaban con ansias de completud. Uno y cero, ser y no-ser. ¿Cómo podría el mundo entenderlos? Hoy vengo a esbozar los destellos opuestos que se fraguan en un alma ignota y sólo por fortuna el lector sabrá otorgar nombre a quien la encarna.

El primer destello parecía portar el resplandor del alba en sus ojos. Su risa era un himno a la efímera felicidad de la vida, su andar ligero era el eco de los niños que corren por praderas sin pensar en el ocaso que inevitablemente les aguarda. No conocía la pausa ni la sombra; su corazón ardía con la pasión de aquel que no teme quemarse, pues el fuego era su elemento, su hogar y su  esencia.

El segundo, sin embargo, había nacido con el frío incrustado en los huesos. Su mirada era la ventana a un universo donde imperaban la melancolía y el silencio. No era que no sintiera, sino que sentía demasiado, tanto que debía construir murallas de hielo para no ser consumido por la tempestad interna que amenazaba con desbordarse. Se ocultaba tras un semblante ausente, refugiándose en la gélida certeza de que la realidad era un vasto vacío dispuesto a destrozarlo.

Aun así, se buscaban. Se necesitaban.

Uno reía con la despreocupación de quien confía en la eternidad de cada instante, de quien ve en el presente un refugio y en el futuro una promesa. Su risa tenía la ligereza de las aves en vuelo, el entusiasmo de las llamas danzando en la hoguera. Cuando hablaba, sus palabras eran notas de una melodía radiante, una sinfonía de esperanza en un mundo que parecía condenado a la penumbra.

El otro, habitante de la profunda tristeza, veía en cada jovial alegría un espejismo y en cada promesa una certeza rota. Caminaba con la cautela de quien ha aprendido que la felicidad es un hilo fino que el destino corta sin previo aviso. Sus silencios hablaban más que cualquier discurso, sus gestos escondían la fatiga de un alma que había conocido la desesperanza antes incluso de saber su nombre.

Eran un contraste vivo, un reflejo el uno del otro en el espejo de la existencia. Y sin embargo, en su dualidad hallaban armonía. Cuando el día se alzaba con su luz cegadora, el primero tomaba la mano del segundo y le susurraba que todo estaba bien, que había belleza incluso en la más cruel de las verdades. Le enseñaba que en la calidez del Sol podían encontrarse respuestas, que la existencia no era solo un laberinto de sombras. Y el segundo, aunque se mostraba reticente a dejar asomar una sonrisa, encontraba en aquel contacto una tibieza que no había conocido jamás.

Pero cuando la noche caía y con ella los pesares del mundo se volvían insoportables, era este último quien tornaba en guía. En su mutismo habitaban todas las preguntas sin respuesta y en su tristeza, todas las verdades que el otro se negaba a mirar. Con un solo gesto, le recordaba que la vida no era solo júbilo desenfrenado, sino que también había poesía en la pena, profundidad en la ausencia, significado en el dolor. Y el primero, por un instante, entendía.

Nunca jamás hubo en el mundo una dialéctica que enalteciera mejor al vivo y su sombra. A veces, quienes los observaban desde lejos se preguntaban cómo era posible aquella comunión entre la alegría desbordante y la tristeza insondable. ¿Acaso no es la risa lo opuesto a la melancolía? ¿No se anulan mutuamente la luz y la sombra? La respuesta estaba en su propio ser: no había plenitud en un mundo donde solo existiera la risa, ni verdad en una vida erguida únicamente a base de lamentos.

Uno le enseñó al otro que la tristeza no era un destino inevitable, sino un camino del cual también podía surgir belleza. El otro le mostró a su reflejo que la alegría no era inmortal, pero sí valiosa precisamente porque era efímera. Y así, de manera semejante a como el fuego y el hielo moldean el universo en su choque eterno, permanecieron juntos hasta el final hasta perecer y yacer junto a las estrellas. Quizá porque el universo no podía sostener semejante dualidad por más tiempo. Quizá porque la fragilidad de sus cuerpos no pudo contener la fuerza de lo que encarnaban. O quizá porque algunos seres están destinados a existir solo en la memoria de aquellos que los han contemplado, como un suspiro en el viento, como un vestigio de algo demasiado hermoso para este mundo.

Su portadora lo sabe: son eternos en su danza, incluso más allá del tiempo, pues sus pasos todavía hacen temblar los cimientos del universo.

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